Descubro gracias al blog de Mordoh la existencia de un gigantón (en realidad, no sé cuánto mide, pero digamos que la presencia de esa voz es tan imponente que uno se imagina a Daniel Knox como un coloso barbudo de -por lo menos- unos dos metros y medio), y el disco más que interesante que acaba de publicar de la mano de un pequeño sello de Chicago, Carrot Top Records.
El álbum es ya el tercero en la discografía del americano, pero curiosamente ha sido este el que ha sido titulado con su nombre: el viejo axioma dice que cuando esto ocurre -y siempre que no se trate de discos de debut- es porque de algún modo el artista cree haber encontrado su voz definitiva, y la que emerge del barbudo compositor y cantante, desde luego, merece toda nuestra atención. Sin haber tenido de momento tiempo más que para zambullirme en este último trabajo, diría que la espléndida colección de canciones que en él ofrece Daniel Knox debería ser más que suficiente como para atraer el interés de los medios, y el publico en general. Bueno, no, el público en general, no: a quienes realmente les va a volver locos es a los devotos de la afectación trágica de Scott Walker (el de la tetralogía de los sesenta, se entiende; con Walker últimamente, hay que especificar); a los que se deleitan con el dramatismo estancado en la garganta de Stuart A. Staples(Tindersticks), y a los que -de estos, conozco un montón- se sienten agradecidos con la vida porque haya permitido la música de Neil Hannon.
Vamos con The Divine Comedy: los vais a encontrar en su versión más vodevilesca (“Dont Touch Me“), y también en el arrebato lírico de “By The Venture“: benditas cuerdas. Sin embargo, la sorpresa salta al llegar a la que es una de las cumbres del disco, una “Incident At White Hen” que muestra las enormes posibilidades del encuentro de esa voz de barítono con un colchón levemente electrónico, una jugada que más adelante se repetirá en esa hermosa nana distópica sobre ruido blanco titulada “David Charmichael“.
La entrada de hoy va dedicada a la que es, creo ya, la más sobrecogedora de las diez pistas del álbum: “Blue Car” es una apertura descomunal, de esas que venden un disco por sí solas (y como muy bien remarca Mordoh en su crítica, de esas “que te hacen dejar de prestar atención en lo que estés metido cuando suena”). Pese a su gravedad, la voz nocturna de Knox parece suspenderse en el aire, mecida como una hoja por una melodía que del mismo modo te retrotrae a la América de los cincuenta, que te proyecta a un futuro de luces azuladas tililando en una noche de lluvia. Me resulta imposible pensar que su escucha no os hipnotice, de modo que aseguráos de que vuestra predisposición es la idónea: buscad un momento de soledad, subid el volumen y ajustaos bien los auriculares (que sean buenos, los que regalan en la Renfe no sirven para escuchar a Daniel Knox). Tras el click os espera la experiencia, hermosa y terrible, del espectacular descenso a la zonas abisales del alma.