Bob Dylan en el Gran Rex: el Brujo y el Tiempo

Publicado el 02 mayo 2012 por Tucho


[Texto: Tucho
Fotos:
gentileza de Eduardo Fabregat (las primeras tres, las celestes) y Willy Villalobos (las siguientes tres, las dark). La última, del grupo saludando, la tomé prestada de  Micropsia].

 

“Me encandilan, dilan-dilan-dilan-dilan… Bob Dylan”.
Onda Vaga.
La suerte así lo quiso y, otra vez, tuvimos la suerte de presenciar en vivo y en directo a Bob Dylan. A veces uno trata de reservarse algunos comentarios de fanático, de esos que vienen poblados de lugares comunes, pero a su vez es muy difícil resistirse a hacerlos: está más que claro -detractores aparte- que cuando uno ve a Dylan está contemplando a uno de los artistas vivos más influyentes (sino el más) de la segunda mitad del siglo XX y lo que llevamos de este siglo XXI. Un tipo que atraviesa 5 décadas (discográficamente hablando, ya exactas) y que ostenta el récord (?) de haber publicado en cada uno de esos períodos de 10 años, al menos una masterpiece.
Quienes vamos a verlo sabemos (creo) todo esto y, además, tenemos encima nuestro todos esos años de información, mitos y verdades de lo que Dylan fue, es y será: es difícil distraerse al respecto, al menos quien esto escribe lleva esa carga de manera inconsciente; no pienso todo el día que ese señor que asoma a las 21:30 puntual, como decía el ticket, es el mismo joven al que le gritaron Judas; ni siquiera es el mismo que más adelante se cambió de religión; tampoco es el tipo al que ya tuve la suerte de ver en un contexto totalmente distinto, cuatro años atrás en la cancha de Vélez, a una distancia sideral comparada con la de esta cueva acogedora y acústicamente muchísimo más preparada (hablo del magnífico teatro Gran Rex, claro).
La cuestión es que Bob Dylan se presentó en Buenos Aires cuatro noches (26, 27, 28 y 30 de abril) y pude estar presente en dos de las funciones, el primer par. Intentaré narrarles lo acontecido durante esas mágicas veladas.

Dylan en vivo es un misterio. Es otra de las cuestiones sabidas de antemano: sus canciones son reformuladas, nunca son exactamente las mismas, lo que fue grabado hace décadas es sometido a una deconstrucción que, más que renovar, modifica casi totalmente a las canciones; lo que fue hecho hace menos años mantiene ciertas formas pero también puede ser objeto de variación, al menos en sutiles detalles.
Lo que sí sabemos es que, si las entradas dicen que el show va a arrancar puntualmente, hay que estar a horario porque así va a suceder. Y el primer día, mucha gente pareció no saberlo porque empezó a arribar al teatro cuando el show ya había comenzado, con un clásico de clásicos que oficia de apertura en casi todos los últimos shows de Bob, Leopard-skin pill-box hat, la introducción de lo que vendrá: una banda que puede alternar las sutilezas con la mugre y que sabe moverse y removerse para hacer de la música de Dylan tierra yanqui, pureza country-folk-blusera y jazzera. Y entre todos esos elementos, que también emerja una sustancia pop, como sucede en la segunda pieza del recital, otro gran clásico rearropado: It ain’t me, que asoma de entre las arenas de esa garganta acuchillada como un suspiro y nos adelanta uno de los grandes cambios respecto de aquel show en Vélez, hace tiempo: hoy el cantor va a estar de pie, mucho. Y va a tocar la guitarra a su manera, esa manera que aplica también cuando canta y cuando ejecuta su legendaria armónica. Dylan busca la nota en el diapasón de su guitarra y, mientras la busca, se encuentra con otras notas-obstáculo: puede decirse, sí, que es un guitarrista horroroso técnicamente, pero él parece saber bien qué hace mal y qué no, y es claro que nunca le interesó ser Joe Satriani (¡no!). Luego de encontrar la nota que quería, juega con una frase que va repitiendo en los silencios vocales.
He allí la otra polémica de toda su carrera, uno de los grandes íconos sonoros de la historia del rock and roll: esa voz ronca, que sabe desafinar y en estos shows se debate entre el eterno desgano, el juego al límite, la narración melodiosa y, a veces, de vez en cuando, cantar. Dylan es y canta así y quien venga a decirnos que canta mal, está oyendo peor. Por sus dos grandes interpretaciones (de voz y guitarra) y esa banda que suena tan prolija y certera, la de It ain’t me es una gran versión, la primera de tantas que vendrán.
La sigue Things have changed, un tema reciente que sin embargo sufre las estocadas del pintor y se vuelve una obra nueva, un western que pierde el pop original y gana swing por otro costado (así, podría ser incluida en cualquiera de sus últimos discos). Y llega uno de los momentos que íbamos a ver, el de la belleza suspendida, el recuerdo instantáneo y la importancia de saber que estamos escuchando a BD cantar un tema de Blood on the tracks, con todo lo que eso significa. Si ese tema se llama Tangled up in blue, la emoción es mayor y se nota en la ovación final de la gente.

Beyond here lies nothing continúa la senda del Oeste. La maravillosa banda merece ser mencionada aparte, no sólo por su sonido (ésa es la clave) sino también por su look cowboy. Faltaba sobre el escenario una puerta de taberna de Texas, de esas que vemos en las películas, que se abren de par en par cuando entran los malosos listos para armar quilombo y ser ajusticiados por esos cinco tipos que tocan a la perfección, casi sin moverse de sus lugares. La zapada (otra vez con Mr. D en la guitarra) deriva en una suerte de homenaje a I feel good de James Brown y a esta altura podemos sospechar que las improvisaciones son momentos fundamentales del show, porque de ellas derivan figuras melódicas que la banda aplica luego a la estructura básica de los versos y estribillos que la prosiguen. Es algo que va a suceder constantemente en el show y que le da un condimento novedoso a cada tema.
Tryin’ to get to Heaven es la primera que suena de Time out of mind, y suena de lujo: emotiva y sensible, preciosa. Otro detalle que a esta altura es innegable es el silencio del público, mudo durante la ejecución de las canciones y fervoroso a cada final. No pasa por si conocen o no las canciones: las quieren escuchar bien, no sólo para redescubrirlas sino para apreciarlas como se debe. El Maestro impone respeto.
Al momento sensible de Tryin’... le sigue un bloque de tres gemas blues-jazzeras de cosecha reciente: High water (for Charley Patton), Spirit on the water y The levee’s gonna break. Por su similitud estilística, en el momento en que comenzó a sonar la tercera de ellas me pareció algo repetitiva la selección de este segmento de show. Pero fueron tan notables las versiones que mi parecer inicial se esfumo como las sombras de los músicos en el telón que hacía las veces de escenografía. En Spirit on the water -espero no estar equivocándome- el Jefe (todo bien, pero no me vengan con Springsteen, el Jefe es éste) detiene una de sus improvisaciones organísticas para contemplar a su banda sumergiéndose en la jam; parece hacerlo a manera de aprobación, aunque con Dylan uno nunca podría saber por qué hace o deja de hacer. Lo que sí queda claro es que su mano derecha rige el mundo, sólo con moverla un poco indica a la banda los pasos a seguir: si detenerse, si darle paso a su armónica, si volver a la base de versos para que el cante, cuándo culminar el tema... lo llamativo es que los gestos son mínimos y la adecuación a cada pedido por parte del grupo parece ser siempre precisa, exacta. En la gloriosa versión de The levee... queda de manifiesto, el tema va y viene guiado por esa mano, la que escribió los mejores versos del rock y la que hoy toca de a ratos pero manda siempre. Más de 10 minutos de tema, atención al máximo por parte del público y una ovación final que aprobó semejante demostración de elasticidad.
(Pensamiento al instante: este viejo hijo de puta con casi 71 años la tiene más clara que todos los pendejos de nuestra generación, por eso nos sigue mirando desde la cima: no hay quien pueda superarlo).

Después, para colmo, arremete con A hard’s rain a-gonna fall, vestida con las mismas ropas que It ain’t me, por lo cual es también una chica linda. La resistencia del autor a cantar los estribillos como son en el original es casi un paso de comedia; donde deberían ir las palabras va el silencio y viceversa: público dylaniano, no intente cantarle las canciones encima al Maestro. Como dice Juan Carlos Pelotudo, esh imposhible.
Highway 61 revisited y Love sick conforman una dupla de sonido espeso previa al combo final de cinco canciones que se repetirá a lo largo de las cuatro noches en el Rex. Parecen salidas del mismo disco pero hay entre ellas más de 30 años de distancia. No importa, la tradición dylaniana es así: bola de heno, rock and roll, ira y densidad. Dos joyas más.
Y ese combo final del que les hablo comienza con Thunder on the mountain, la tercera que suena en la noche desde Modern times, otro momento de zapada intempestiva y ovación generosa; la previa a los clásicos posta. El primero en caer, atronador, es Ballad of a thin man. Vaya sorpresa, para el caso la gema de Highway 61 se mantiene casi imperturbable respecto de su versión original. Dylan se nos pone de pie, de frente al mic: este es su tema, lo canta con el mismo tono desafiante que hace casi 50 años; la banda replica el riff y Bob pela su armónica para zapar (ya lo había hecho antes, pero este es el momento patente, si quieren, clave). De esto no me olvido más: su mano derecha avisa que se viene la zapada y a la vez suspende a la banda, que queda varios compases a la espera. Después de cuatro o cinco amagues con su boca, BD finalmente se manda a soplar y la banda suena brutal, más rockera que nunca. (Si tuviera que robarle un músico a este grupo, me llevaría al baterista George Recile: el pulso perfecto, el tipo que toca lo justo y necesario o, mejor, los golpes más perfectos). Después de la improvisación de Bob en armónica, el tema se va y la cueva explota en aplausos.
Sabemos que ya falta poco.

Me llama la atención pero la gente tarda en reconocer a la canción madre del pop, aquella que moldeó una manera de hacer, Like a rolling stone. Eso que los golpes de la batería están donde estaban, pienso. Igual el público duda. Cuando entiende los primeros versos, la gente aplaude con aprobación (esto pasará las dos noches). Ver este tema en vivo para mí es comparable con pocas situaciones, diría que no puedo cotejarlo con ninguna otra; en fin. Para el caso, el grupo vuelve a aquel truco que les mencioné de zapar y tomar una figura melódica surgida en la improvisación para incluirla en el tema luego. Claramente, no soy el único que se siente conmovido con la madre porque el festejo del final es, también, notorio.
Antes de All along the watchtower, Dylan practica lo más parecido a un agradecimiento e introduce a cada miembro de la banda. Es tan zorro que dice rápido, casi no se le entiende y prosigue con el clásico de John Wesley Harding en una galopante versión que se me pasa rápido aunque incluya zapada.
Terminado el tema, Dylan y la banda se nos ponen de frente y con los brazos cruzados, cada uno desde su lugar. Es su manera de decir “vamos, aplaudan, saben que somos superiores a ustedes”. También parecen ser la familia Soprano, intimidan un poco. Ese es su saludo. Y se van.
Pero sabemos que vuelven y la vuelta es para el bis final, el tema que no falta casi nunca en las listas, Blowin’ in the wind. Escuchar en vivo canciones con tanta historia, ver a ese tipo (que nos ha hecho creer que es) tan inalcanzable allí, moviéndose en el escenario como si fuera su hogar, es motivo para sacarse el sombrero. Otra vez empuña la armónica y es como si Maradona se pusiera a hacer jueguitos con una pelotita de golf, o mejor y más emotivo aún, como si volviera a hacerles el gol a los ingleses. Con la mano. Cuando (Bob) termina la bella y country revisión de Blowin’ (no pude evitar pensar en esto) el Gran Rex todo se extiende en una standing ovation merecidísima. Los cowboys del infierno vuelven a cruzarse de brazos y se van. Aplaudimos, aplaudimos y seguimos aplaudiendo, pero el milagro de que toque(n) otro tema ya sucedió hace cuatro años. Hoy se marchan como fantasmas y nosotros quedamos tan contentos como shockeados, sin saber muy bien qué pasó en esas dos horas que acaban de concluir.
Lo mejor de todo es: ¡volvemos mañana!

La segunda función se toma como la prueba final. Nunca había hecho esto de ir dos veces seguidas a fechas de un mismo artista y, al menos en este caso, fue algo infinitamente oportuno. La idea -además de ver por tercera vez en vivo a uno de mis artistas más amados, claro- era comprobar cuánto de cierto había en aquello de que los temas nunca son iguales; también sabíamos que BD cambia bastante las setlists entre una fecha y otra.
Los acomodadores del Rex nos hicieron un gran favor al equivocarse y ubicarnos en la segunda bandeja, confundiendo nuestras entradas Pullman con las Super pullman del piso inferior. Gracias chicos, nos dejaron de frente al escenario, con una vista superior y un sonido aún más potente y claro. Le dicen buena suerte, para nosotros fue justicia divina: nadie reclamó esos asientos, por lo que hubieran quedado vacíos.
El desarrollo del show fue similar, pero los cambios en la lista fueron sustanciales. También comenzó con Leopard... pero para la segunda canción hubo un cambio hermoso. Reviví mi ingreso al mundo Dylan, me recordé escuchando The freewheelin’ Bob Dylan solo, encerrado en mi cuarto, enamorándome de ese disco y el siguiente, The times they are a-changin’, antes de los discos eléctricos (que no me habían gustado al principio). Porque Bob me tocó mi canción iniciática, la que me unió a su música para siempre, Girl from the North Country. El tratamiento que recibió fue similar al de It ain’t me, lo mismo aconteció en casi todos los demás cambios: hubo cambio de temas pero no se tocaron las formas o, para decirlo mejor, el reemplazo se dio entre canciones parecidas, incluso en época. Hubo un par de reubicaciones en la lista -Beyond here lies nothin’ llegó antes y sí, la zapada fue totalmente distinta; Things have changed voló- y aparecieron un par de clásicos que vistieron de gloria la velada: la inadjetivable Desolation row hizo su entrada estelar con una versión también inexplicable, con Dylan cantando las palabras como un baterista. De la banda no hay mucho más que decir, no sé si alguna vez el cantor tuvo mejor compañía y miren que las hubo...
Make you feel my love reemplazó a Tryin’ to get to Heaven y fue profunda y sutil, tanto que hasta superó la emotividad del día anterior. La frutilla del postre fue la inclusión, promediando el final, de Simple twist of fate, la sensible tonada de Blood on the tracks que llegó antes del Bloque de los Cinco, que se mantuvo tan resistente como potente.
En cuanto a las zapadas cabe decir que sí, varian entre show y show. Pero hay motivos que se repiten, incluyendo algunas de esas frases que se reutilizan como base para los versos. La aparición de un tema raro en el repertorio -Cry a while, de “Love and theft”- no supuso dispersión ni nada parecido: la calidad de la interpretación significó, además de uno de los grandes momentos del show, una de las mayores ovaciones de la noche.

El público activó reacciones similares: respeto, silencio, aplausos bien fuertes tras cada tema, pedido de retorno tras el final (y abucheos quejosos tras el encendido de las luces del recinto).
Lo que no sabemos es cuando volverá ese fantasma que se para con las piernas bien abiertas y hasta se da el lujo de reír más de una vez, casi mostrándose feliz. Queda claro que puede suceder cualquier día, o nunca más. Y no porque al hombre le quede poco sino porque los carteles luminosos de la calle Corrientes todavía no lo saben; nosotros sonrientes a la salida tampoco; sus mismos músicos lo ignoran y quizá el resto de su cuerpo también: hay que esperar a que su mano derecha decida apuntar el dedo hacia esta zona del mapa para que el mundo vuelva a hechizarnos.
Y ojalá sea pronto, querido Bob.
[Bob Dylan escribe largo y así quedó este texto también. Los felicito y les agradezco si llegaron hasta el final].