Bolero

Por Juancarlos53

Cuando la Niña Lola por fin consiguió que su papá le comprase las ansiadas Martens ignoraba los estragos que con ellas iba a ocasionar entre la concurrencia del local. Era el típico Salón de Juego con máquinas multicolores que invitaban a probarse en el juego de azar y a convocar  a la Suerte una y otra y otra vez gracias tan sólo a una moneda que sin esfuerzo se colaba a impulsos regulares por la ranura dispuesta al efecto en el luminoso y colorista frontal del tragaperras. Era una actividad fácil: bastaba con accionar la palanca una vez que desaparecía la pieza metálica en el interior de la máquina.

Lola desde muy pequeña era la encargada de ir a sacar a Liberto Samuel, su padre, del Salón de Juegos y llevarlo hasta casa. No era siempre tarea fácil pues Liberto Samuel muchas veces había tomado de más o estaba empeñado en que la máquina estaba caliente y que el Premio Gordo estaba a punto de salir. Sería un error abandonar ahora para que se lo lleve cualquier otro, ¿no te parece, m’hija? Cuando padre e hija entraban en este tira y afloja Lola no tenía más remedio que dejar que su papito perdiese de una vez por todas toda la calderilla que llevaba. Para que tal cosa sucediese, a veces debía  de esperar casi una hora. En este tiempo deambulaba por el Salón entre la indiferencia de los ludópatas que no tenían ojos más que para las frutitas que aparecían y se alineaban o no según los rodillos giraban.

Pero no sólo en el local había jugadores empedernidos y encargados que con mayor o menor disimulo vigilaban los movimientos de los adictos sin remisión. Existían también dos tipos de personas ajenas al juego: los camareros y los limpias. Camareros había dos que servían las consumiciones que los clientes les solicitaban; limpias  en este salón que era de tamaño mediano sólo había uno, Joaquinito, que llevaba trabajando en el mismo desde el día de su apertura, o sea, hacía ya seis meses. Lola admiraba desde la altura de sus Martens la manera que tenía el chico Joaquín, Quinito para los asiduos, de bolear los zapatos. Sin mirarlos y siempre manteniendo viva la conversación con su cliente, Quinito los embetunaba y daba lustre no sin antes haber colocado las obligadas tobilleras a fin de impedir que, pese a su maestría de betunero, su ímpetu hiciese que la crema o el tinte escapase hacia los calcetines.

Lola estaba subyugada en la contemplación de este chico de ojos verdes que sabía hacer bien su trabajo y que en un lugar donde todos perdían dinero él sacaba unos cuantos euros que llevar a casa. Le parecía guapo, incluso muy guapo, pero lo que más le atraía de Quinito era su arte de bolero, ¡ay, ojalá ella supiese hacer ese trabajo! El chico Joaquín desde su banquito casi a ras de suelo estaba a lo suyo, esto es aplicando goma de tragacanto, betún o tinte sin apenas levantar la vista de su sitial. En ello andaba cuando unas agresivas botas de media caña entraron en su campo visual.  Eran unas Martens que difuminaban su potencial uso violento en un sorprendente estampado floral que acababa o nacía, según se  mirase, en una rotunda plataforma. Las llevaba…, ¡glups, una chica!

En el fragor que de continuo envolvía el local se hizo un tempestuoso silencio en la mente de estos dos jóvenes, apenas unos niños aún. Quinito levantó sus ojos a partir de esas tremendas botas. De la media caña surgían unas pantorrillas más que hermosas que según se avanzaba visualmente hacia la minifalda de Lola se pasaba por unos muslos bien torneados que se perdían en el interior de la breve falda. ¡Ay, ojalá pudiese yo limpiar esas tremendas botas!

—Lola, vámonos—. Parecía que por fin Liberto Samuel se había quedado pelado de plata o que en un sorprendente reconocimiento de su responsabilidad paterna había decidió hacer caso a su hija y marchar juntos  hasta casa.

—Padre, ¿no necesitas que un limpia te lustre debidamente los zapatos? —le preguntó la Niña Lola a Liberto que, sorprendido, no sabía a qué venía esto cuando de siempre él nunca se acercaba a un bolero.

—¿Cómo dices? Sabes bien que limpiarse los zapatos es tirar el dinero, que no es ninguna inversión y que a mí no me gusta el despilfarro.

—Si quiere y como muestra —intervino oportuno Joaquinito en la conversación paternofilial— se los boleo en un santiamén a usted y a su hija sin coste alguno. Así si quedan satisfechos en el futuro podrían hacerse clientes míos.

—¡Venga, papi! Di que sí —exclamó con alborozo Lola— Además tengo que darle una pasadita a las botas que están hechas unos zorros. ¡Que es gratis, papuchi, porfi!

—Bueno siendo así y sólo por mero interés informativo acepto su ofrecimiento, joven —resolvió Liberto dirigiendo una mirada afable al chico que desde abajo no quitaba ojo a las piernas acabadas en unas botas de un tal doctor no sé qué— Eso sí, me gustaría que enseñase las artes de su oficio a m’hija que está aquí a mi lado. ¿De acuerdo?

—De acuerdo en todo, señor.

Tras ver sus zapatos brillantes y como si fueran nuevos, Liberto se despidió de Lola quien en ese momento pasó a ocupar el asiento del que su padre acababa de levantarse. Quinito no sabía, y sí sabía aunque no se atrevía, mirar a la chica que sin remilgos y deseosa de aprender tras sentarse colocó su pie izquierdo sobre el reposapiés de la caja de zapatos con tachuelas del limpia del Salón de juegos. Jamás pensó el joven que la enseñanza le habría de proporcionar placer tan grande como el que comenzaba a embargar su ánimo y enseñorearse en él.

—Lo primero, señorita, —comenzó tímidamente a hablar Joaquín mirando a Lola a los ojos— es eliminar el polvo y la suciedad gruesa de la piel. Para ello un cepillado rápido es más que suficiente. Luego… —¡Ay, madre, luego…,¿qué era luego?! Esto es impresionante, qué chica, qué me digo, esto no es una chica, esto es una mujer con todas las letras. ¡Qué piernas, por Dios! La verdad es que no sé dónde poner mis ojos… ¡Ah. Sí, tengo que embetunar la bota!—…luego hay que repartir betún sobre la piel…, la piel de la bota, se entiende. Y digo esto porque hay que procurar no manchar el calcetín, en su caso, señorita, la pantorrilla…

—Lola, me llamo Lola, y puedes tutearme— le interrumpió la chica con voz melosa.

—De acuerdo, Lola. Pues eso, que para evitar manchar la pantorrilla te tengo que colocar tapas protectoras —le comentaba ya risueño Quinito a Lola quien parecía predispuesta a aprender cuanto de la boca de muchacho tan delicioso saliese. A cambio, pensaba ella, yo también debería enseñarle alguna cosa. Sería lo justo, ¿no. Lolita?

Con habilidad, desconocida incluso para él, Joaquinito, al tiempo que hablaba y hablaba, colocó bien prietos sobre las pantorrillas de Lola sendos protectores de cuero debidamente embutidos dentro de la caña de las Martens. Moviendo las manos hacia arriba y hacia abajo con habilidad  el muchacho los ajustó de manera adecuada sobre la zona desnuda de las piernas de Lola. Ella iba viéndose invadida por una agradable confusión mental que la llevaba a perder el hilo argumental de la enseñanza que el limpia del Salón le daba al tiempo que le lustraba las botas. De vez en cuando la electricidad que como cosquilleo sentía por todo su cuerpo bajaba de nivel. Era ese el momento en que Lola interactuaba didácticamente con Quinito quien al observar con deleite  nuevos ángulos, recovecos y profundidades rápidamente entendía el alcance de dichas enseñanzas y renovaba con mayor afán aún si cabe el cepillado de esas botas multicolores que sí, efectivamente, iban a necesitar hoy y en el futuro más de una boleada debidamente ejecutada.