Esta semana la huelga de taxis ha paralizado Madrid. La misma a la que se sumaron los taxistas de Barcelona y de numerosas capitales europeas. Protestaban contra una aplicación móvil que, dicen, les roba los usuarios. Protestaban, en suma, contra el consumo colaborativo. Hay que ver, esta maldita crisis nos ha convertido a todos sin saberlo en unos bolivarianos desalmados. O eso, o será que somos pobres. Vaya usted a saber.
Las iras de los taxistas también tenían en su punto de mira a otro portal que consiste en que los usuarios se ponen de acuerdo a través de la red en un destino y día y, al llenar un coche, acuerdan compartir gastos. Los gestores de este servicio se defienden alegando que tienen los permisos en vigor correspondientes. Entonces, ¿cuál es el problema? ¿Acaso no puede usted viajar con quien le dé la gana? Y eso ¿cómo se castiga? ¿Cómo se regula?
Entiende perfectamente la postura de los taxistas, un sector eternamente en crisis como tantos otros. Entiende que pagan licencias, impuestos, que sus jornadas son interminables. Entiende también al ciudadano que, con la picaresca casi en el ADN cual Lazarillo, se las ingenia estirando como puede sus magros ingresos.
Pero esta huelga ha destapado algo más. Una conciencia social, también a la hora de racionalizar el consumo. Personas que se plantean que, a lo mejor, no necesitan un coche todos los días y que, con el ‘carsharing’ pueden compartir vehículo con el vecino sin tener, siquiera, que comprarlo a través de un servicio de renting.
Estas cositas ponen muy nervioso a papá Estado porque no sabe cómo manejarlas, cómo gravarlas. ¿Y si la gente deja de comprar coches? Es más ¿y si a la gente le da por dejar de comprar? O peor de todo: ¿y si a la gente le da por pensar y se lanza, así, a lo loco, a compartir cosas que usa poco como la yogurtera, la plancha del pelo o la vaporeta? Cuánto daño ha hecho Podemos. Bolivarianos todos, como les decía.