Otro interesante autor que contribuyó a Luchadores del espacio fue Walter Carrigan y, sí, de nuevo estamos ante un pseudónimo. En este caso, se trata del también valenciano Ramón Brotons Espí (1933). Aunque, normalmente, los escritores de bolsilibros solían ser autores muy prolíficos, ya que los emolumentos que ofrecían las editoras no eran muy cuantiosos y se veían sometidos a un ritmo muy intenso de publicación para poder alcanzar un salario digno, Ramón es conocido por cuatro únicas novelas. Su contribución a la ciencia ficción se reduce a la serie Kipsedon (1955), integrada por los relatos “El hombre rojo de Tacom”, “El reino de las sombras”, “Las bases de Tarka” y “El Kipsedón sucumbe”, publicadas en los números 40 al 43 de la colección Luchadores del Espacio de Editorial Valenciana. Se reeditaron juntas en 2002 como La odisea del Kipsedon.
Los habitantes del planeta Tacom construyen una nave-planeta, el Kipsedón, para huir de la extinción y de sus enemigos, los tarkas. Cien años después, la ya muy anciana tripulación llega a la Tierra y, viéndola habitable deciden enviar al Kipsedón de regreso a Tacom –con una tripulación de jóvenes humanos– para contar la buena nueva. Pero luego descubren que el planeta ha sido conquistado por sus enemigos, como el Sistema Solar, que se lanzan a reconquistar, comenzando por la Luna y, luego, un Venus tropical infestado de dinosaurios...
“Cambiando de posición con la rapidez de una centella, el tacomis quedó en presencia de un monstruo tan terrible y repugnante como jamás contemplaron ojos humanos.
El horroroso animal surgió del vapor como una casa alta, saltando sobre las patas traseras, fuertes y macizas, y balanceándose por medio de una enorme cola, semejante a un canguro.
Las dos patas delanteras eran pequeñas, como cuerdas cortas colgando. ¡Sin embargo, a pesar de su ridícula presencia, eran más gruesas que el cuerpo de Yandot!
A la terrible aparición acompañaba el repugnante olor de un animal carnívoro, hediondo y putrefacto. La piel del monstruo se parecía a la de los cocodrilos. Sus garras eran armas terribles de ataque, de tales dimensiones que con facilidad podrían hacer presa y aplastar a un toro grande. Sus dientes servían de armas a un hocico de tamaño tan inverosímil como el resto del coloso prehistórico.
Tan grande era el peso del animal que sus pies se hundían en la tierra esponjosa, cerca de dos metros a cada brinco.
- ¿Qué es eso, profesor? –gritó Wilson.
- ¡Un tiranosaurio! –respondió el astrónomo- ¡Estén alerta!
El monstruoso animal, después de pasar saltando por el lado de Yandot, se detuvo en seco. Un instante después el animal embistió en dirección al sonido de la voz.
- ¡Esquívelo, teniente! –tronó el astrónomo-. ¡Esquívelo! Esa bestia posee probablemente un cerebro pesado, lo cual se supone fue una característica de los dinosaurios prehistóricos. ¡Apártese de su paso y transcurrirán varios segundos antes de que pueda decidirse a seguirlo!”