Digamos que la cinta de holandés Alex van Warmerdam es un cruce mutante entre Funny Games (pero más gamberra y descerebrada) y Canino (a ritmo de sitcom familiar disfuncional). Sabe bien que la extrañeza y el loco desconcierto que produce es su mejor baza, pero también se convierte en uno de sus puntos débiles. Cuando la montaña rusa se acerca a su última gran pirueta después de rocambolescas florituras se queda a medio gas y se desinfla levemente. El tramo final se alarga excesivamente y pierde mucha de la frescura y fuerza con la que se inicia, pero aún así deja con ganas de más.
Borgman puede funcionar a muchos niveles de lectura, y quizás no sea desencaminado observarla como fábula perversa de la vida moderna donde la violencia, el vampirismo y la maldad pueden llamar a nuestra puerta en cualquier momento. Pero yo prefiero verla como un film de terror donde el espanto transcurre a plena luz del día de un cálido verano y nos intoxica hasta la muerte sin que nos demos cuenta. Su premio a la mejor película en el último festival de Sitges no es casual.