La fuente de dicho artículo es del blog Dobles Figuras del gran Gonzalo Vázquez, desde aqui mi más sincero agradecimiento por transmitirnos de tan fiel manera lo que supone tocar suelo bostoniano y pisar el Boston Garden.
La parte que describe al Garden (la recalcada sobre negrita), es sencillamente impresionante y maravillosa.
Ya pués, os dejo con este maravilloso artículo. Gracias también al anónimo que lo publicó en el anterior post.
La rutina, como la pareja, suele hacer de refugio en la vida. Y cuando ésta es frágil o no ha madurado aún, quebrarla de súbito redobla la confusión. Ha sido una semana brutalmente confusa. Y porque la vida es confusa, ha sido una semana llena de vida.
Me gustaría contar cuanto quiero tal y como estoy seguro que habrá quedado grabado en mi memoria para el resto de mis días, esto es, como una película. Otra más desde que estoy aquí. Pero una de las más imprevisibles y apasionantes que me han tocado hasta ahora. Sé dónde me encuentro y la forma que debo dar para que la cosa no se pierda por las ramas. Así que trataré de apresurar el ritmo tomando algún punto de partida.
A primera hora del sábado, y al decir esto habla el más absoluto novicio, acudí al lugar exacto de dónde partía el autobús hacia Boston, frente al viejo hotel New Yorker, entre la 34 y la Octava Avenida. No había dispuesto gran cosa para el viaje. Iba con lo puesto más el portátil. O sea, cualquier imprevisto me complicaría las cosas.
No puedo resumir el trayecto como una aventura. Porque difícilmente estar encajado allí dentro durante casi cinco horas puede calificarse de apasionante. Pero salir de Nueva York y observar con detalle cuanto nos rodeaba concentró mi atención mucho más que el resto del pasaje, visiblemente más versado que yo y que al cuarto de hora optó por el acierto de echar un sueño. Yo no podía. Y no podía a pesar de no haber pegado ojo la noche anterior.
En serio, ¿habréis de creer a un tipo que de cuantos paisajes tuvo delante ninguno le causó mayor impresión que los cementerios? Nada como la repentina irrupción de uno de esos camposantos de película americana. Enormes y verdes praderas y centenares, miles de lápidas dispuestas en perfectas avenidas y levantadas para la eternidad junto al incesante tráfico de la carretera. El contraste era brutal. La vida y la muerte en una misma y absurda fotografía. Nos detuvimos junto a uno de ellos en mitad de un atasco. ¿Cómo puede alguien tocar el claxon junto a un cementerio?, me dije. ¿Es que no ve que va a acabar allí?
Mucho tiempo después de salir, la dureza de la postura y unos músculos tercamente entumecidos me lo recordaban, el autobús hizo su entrada en Boston cerca de las cuatro de la tarde, casi hora y media después de lo previsto. Bordeamos suavemente el Charles River que corta la ciudad antes de poner pie en la South Station. Allí me esperaba Sami (así se escribe este nombre de origen árabe), otro ángel de la guarda que el destino depara en el momento oportuno. Juntos, teníamos dos horas por delante para no sé muy bien qué. Acaso para estar en Boston.
No voy a describir la maravilla de ciudad que me acogió entonces. No soy un experto ni éste lugar para guías de bolsillo. Pero yo estaba en ese maldito lugar que puede alzar la vista al cielo recordando que ninguna otra ciudad de este gigantesco país atesora más campeonatos de la NBA. Y uno se preguntaba cómo era posible algo así. Qué clase de insondable misterio encerraban aquellas viejas paredes y calles que parecían edificadas para algo remoto a la gloria. Ni un solo segundo de mi estancia en Boston me vi liberado de esta tozuda impresión que a cada momento, a cada sucia esquina, me recordaba esta extraña hegemonía que no es trasladable a ningún otro rincón en el mundo.
Y a cada paso, bajo un día gris y plomizo de tenue lluvia como no podía ser de otro modo, sentía prender en mi interior ese insobornable orgullo que comparten aquí todos y cada uno de sus ciudadanos. Bastan unas horas en Boston para comprobar que sus habitantes están orgullosos de serlo.
No exagero si digo que el ambiente, el suelo y el aire, toda la atmósfera que nos rodeaba, era completamente verde. Y a medida que nos acercábamos al Garden las calles y avenidas florecían de motivos de los Celtics. Banderas y farolas, bares y muros, balcones y jardines presumían de engalanarse con el equipo y sus jugadores. Estremecía ver la salvaje expresión de Garnett desafiando al visitante. Y en un agradable paseo por los alrededores del Quincy Market, en torno a viejas calles de empedrado con farolas aún de gas, hordas de viejos y jóvenes con camisetas, gorras y bufandas, la emprendían con carros y toneles de cerveza aguardando un momento que, en este lugar, sabe a sagrado. Afuera hacía frío. Adentro, entre la madera y las jarras, el más fraternal de los calores. BEAT THE HEAT, clamaban carteles y camisetas.
Poco antes de las seis Sami me llevó a un restaurante réplica de Cheers y ocupé voluntariamente en la barra la misma esquina que el gordo Norm. Incluso adopté su postura y hasta entendí que agotara uno allí la vida, entre birras y amigos. Frente a mí decenas de grifos de la cerveza más diversa convirtieron mi petición a la barra en la misma ofensa que si lo hubiera hecho en una barriada irlandesa. "Two coffees", solté tímidamente a una tipa con cara de orco y habituada a la grosería. "Coffee?", me respondió incrédula. Porque sin haber estado yo en Irlanda habría que ser muy estúpido para no contemplar porciones enteras de esta ciudad como la cosa más irlandesa del mundo. Y ahí las guías no mienten.
Se me agolpaban los estímulos y no podía concentrarme en ninguno. Así tampoco hice el caso debido a las amables explicaciones de Sami porque las pantallas reflejaban ya a esas horas el primer episodio de LeBron en su nuevo asalto al anillo. De no haber estado yo en aquella situación, con mil honores me habría zambullido en la cerveza disolviéndome entre la legión que nos rodeaba y que dotaba a los alrededores del Garden de todo ese ambiente festivo que rodea a un gran evento deportivo.
Cuando las agujas del reloj formaron línea recta me despedí de Sami. Le llamaría en cuanto todo aquello terminase. Y en aquel momento me vi a solas frente al pabellón. Yo era una pequeña cosa y aquél un templo gigantesco. Un agente de policía respondió a mis dudas sobre la puerta de prensa. Y allá que me dirigí con mi mochila y mis nervios.
No entré con demasiado buen pie. Me ocurrió una de esas cosas que el tiempo aliviará pero que en el momento no son muy agradables. Por tener un detalle con mi buen amigo había comprado en el Westside Market una Torta del Casar que al parecer llevó el viaje peor que yo. El caso es que al abrir la bolsa para los de seguridad, salió de repente tal terrible cantazo a queso extremeño que el agente reculó de golpe hacia atrás antes de mirar a su compañero y enrojecer yo de vergüenza esbozando una absurda sonrisa. Así el 'go ahead' me sonó como si me mandaran a tomar vientos.
Aceleré el paso y poco tardé en comprobar lo increíblemente nuevo y distinto que me era todo. Un amplio corredor me condujo hasta los ascensores, los dos más grandes que he visto en mi vida y que cargaban palés enteros y el incesante trabajo de los operarios, algunos de los cuales adornaban sus gorras de los Celtics con colecciones enteras de chapas y pins.
Ya en la tercera planta una serie de largos pasillos confluían en el mismísimo corazón del estadio, que ocupaba la sala de prensa y el comedor. Entré a la primera y el primer 'Can I help you?' que recibí me quería decir que no tenía yo sitio junto a los colegas del Globe o el Herald. Y que habían habilitado una sala contigua para todo ese excedente que los playoffs esperaban.
Allí dejé mis cosas, cogí mi grabadora y libreta y henchido de la mayor entusiasta curiosidad me apresuré a explorar el interior del recinto. Poco tardé en avistar el objetivo, que no era otro que uno de los accesos a pista. Qué fantástico espacio me aguardaba allí.
La primera impresión que recibí fue la de luz. Una iluminación que además de los focos resaltaban los graderíos, de un manto cromático que hermanaba a Celtics y Bruins, y ese parqué único en el mundo. La segunda fue el olor. El Garden olía extraño. Una mezcla entre despensa rancia y madera húmeda. Me empapé bien de aquel aire y dispuse mis pasos sin orden ni concierto como un niño abre su juguete para ver lo que hay dentro. Porque ya entonces bullía una gran actividad.
Me detuve a un lado de la banda observando las evoluciones de Jermaine O'Neal junto a Keith Askins. El asistente trabajaba con él la repetición de la parada y tiro. Y al rebote, nada menos que Bob McAdoo. Noté enseguida que la pista presentaba una ligera elevación sobre el terreno, con lo que las estaturas se acentuaban a un extremo tal que Rasheed, al otro lado, podía estar en torno a los 2.30. Sin detenerme más que a intervalos seguí circundando la escena y me crucé con Terry Porter, Will Perdue, Danny Ainge y la más gloriosa de las figuras en vivo, Pat Riley.
El tiempo se me echaba encima y sentía no dar abasto. No tenía ningún objetivo claro más que estar allí. En todos los sitios y ninguno a la vez. Pero me apresuré en dirección a los vestuarios y para acceder al de los Celtics había tal cantidad de gente que opté por entrar al de Miami. Ya la estancia era mil veces más cómoda que en New Jersey. Y un silencio como de tensa espera dominaba la sala. Me acerqué a la taquilla de Arroyo para saludarle y tomarle un poco el aire. Fueron un par de minutos en español que me supieron a gloria. Mientras, atendían a Wade en una de las camillas y Haslem cruzaba nervioso de un lado a otro la sala. El resto aparecía sentado con la mirada perdida. Transmitían algún tipo de oscuro temor.
Al salir y buscar nuevamente el acceso a pista un gigante de mirada salvaje cruzaba el pasillo en dirección opuesta a la mía. Era Kevin Garnett. Perdí la noción de la realidad a su paso y una fuerza para la que no encuentro explicación me hizo girar de inmediato y seguirle en su majestuoso camino hacia el vestuario. No pude hacer algo más acertado.
Lo primero que uno encuentra, o tal vez donde primero me llevaron los ojos, es una especie de plegaria que recoge una hermosa placa y que reza:
BUT
TEAMS WIN TITLES
Sobre ella, formando un perfecto anillo en torno a la estancia, tal cantidad de fotografías desde los remotos tiempos de los hermanos Furey hasta una celestial imagen de Larry Bird que no pude menos de sentir escalofríos. Perkins recibió a Garnett con una colisión de hombros que fulminaba toda idea de debilidad.
Desde allá adentro nos llegaba ya la maquinaria de guerra procedente del exterior. Sin el menor orden salí nuevamente a pista y busqué el lugar que nos tenían destinado a la prensa eventual. Éste fue el primer gran shock de la noche. Una operaria me señaló con el dedo uno de los fondos y yo no daba crédito. Porque los fondos ya estaban repletos y no veía yo allí lugar para mí. Cuando me acerqué comprobé que entre la masa de aficionados asomaba penosamente una mesa alargada, de superficie verde y ninguna sujeción, que uno podía levantar con una mano. En el centro aparecía mi nombre y allí debería yo de ubicarme con el portátil. Era imposible. Porque decenas de vasos y cervezas ocupaban ya entonces la mesa. Para poder acceder a mi sitio hube de disculparme entre veinte y treinta veces sin mucho éxito. Hasta que la emprendí a empujones para poder ocupar un asiento ridículo, un espacio de apenas medio metro cuadrado que ya entonces aplastaban los inflamados en alcohol que me acompañarían durante toda la noche.
Unos minutos después el mundo se oscureció y en su lugar emergió un infierno. El Garden ya estaba a rebosar, no se veía un solo asiento libre y se disponían las presentaciones. El ruido era ensordecedor y la cosa alcanzó el paroxismo al saltar los Celtics a pista. La megafonía, la más brutal imaginable, ya no se detendría hasta el salto inicial. El gigantesco videomarcador exhibió entonces una secuencia de imágenes que atacaban milimétricamente a la emoción. Una vez que pudimos ver a todas las glorias pasadas la cosa llegaba al presente, a esta edad todavía dorada en el imperio verde. Y ahí el asunto estalló. No era música propiamente. Era una colosal percusión entre el 'trash' y el 'tribal' acompañada de imágenes de Rocky, Depredador, cine bélico y todo ello culminado con el atronador grito de Garnett desde el cielo que el pabellón recibió como una brutal descarga y que nos sumergió en un escenario de guerra. Todo estaba estudiado para aniquilar el pensamiento y transmutarnos en bestias. Durante esos minutos recibí golpes y pisotones, chillidos y empujones que me desplazaron peligrosamente de mi posición.
Fueron momentos de confusión, de caos y hasta miedo. No imaginaba que un escenario NBA pudiera encerrar todo aquello. Lo sabía de Boston. Pero no hasta ese extremo.
Siempre he hallado en estas demostraciones de la multitud una remota condición a mí, un temor y hasta una natural repulsión por lo que mis muchos años de baloncesto de laboratorio me han procurado en condena. Mi eterna soledad frente a la pantalla durante tantos años había obrado en mí como el sol en el campo. Por lo que mi reacción no fue unirme a la multitud en fuego cruzado. Pero sí, y aquí debo subrayar, sentir estremecer hasta la última de mis fibras. Quien en ese decisivo momento me hubiera tocado lo habría hecho con la superficie de un cactus. Así estaba yo. Y seguramente, así estaban todos, de abrumadora mayoría blanca.
Ando en esta vida lejos de ser un mitómano. Pero mucho más lejos de ser una piedra que no se estremezca ante lo que, dicho sea claro, no es normal. Y aquello no lo era.
Ésta es la película de que hablaba. Nunca olvidaré esos momentos de locura desatada. Un infierno que, ahora lo reconozco, merecía la pena vivir. Porque supe entonces lo que significaba ser parte de aquel remoto abismo deportivo, lo que debe ser que por las venas fluyan glóbulos verdes y hasta ser ario de piel rosada; lo que debió sufrir Robert Reid al caer en uno de los fondos del viejo Garden, lo que suponía para un rival caer allí de manera accidental, en aquella trinchera enemiga. Lo que Auerbach, en definitiva, debía entender como alma sin poder dar otro nombre que Boston Celtics.
Y me acudieron aquellas palabras de Magic Johnson confesando que "tienes que odiar a los Celtics como ellos te odian para poder derrotarles". Recuerdo haber resoplado de emoción. De pura y honesta emoción por lo que estaba viviendo allá abajo. Porque no se trata de haber estudiado la guerra. Sino de ser por una noche el soldado que tanto imaginaste.
El del Garden es un público habituado a sentir el orgasmo en la destrucción. A siete minutos Wade sufrió un tapón de Garnett y el recinto estalló de nuevo. Mucho más que un triple o un mate, ninguna reacción rivalizaba con las que encendían las demostraciones defensivas. Y tan sólo a poco de comenzar el segundo cuarto un tributo a la figura de Dennis Johnson por su ingreso en el 'Hall of Fame' lograría aplacar algo la hostilidad. No fueron más que unos segundos y la paz se esfumó.
Los Celtics no jugaron del todo bien. Durante buena parte de su estreno lo hicieron en ese limbo de juego que no termina de acercarse a la seguridad que hasta hace no mucho los definía. Al 60-63 todavía para Miami pero de remontada local nos calzaron a Mel Gibson en pleno grito de Braveheart y allí se acabó todo. Durante el resto del partido ya no podía uno estar sentado. Si lo hacía no se veía nada. Y cuando a poco del final los dos equipos se enzarzaron en una de las bandas sentí morir aplastado y no tuve más remedio, con qué sorpresa lo recuerdo ahora, que sobreponerme a la muchedumbre, incluso obrar como ella y subirme a la mesa y hasta apoyarme en la fila de fanáticos que tenía delante y que en esos momentos exhibían la misma furia que su jefe de filas.
Garnett acabó expulsado. Y durante unos segundos, antes de la resolución, Udonis Haslem tuvo que ser calmado por sus compañeros. Estaba rígido, había cerrado los puños y sus venas se podían ver a distancia. De haberse cruzado entonces con Garnett como parecía desear el desenlace podría haber sido fatal. Y digo esto tan convencido como que estaba allí.
Haslem y Richardson fueron los únicos. Sólo ellos no parecieron ceder a la salvaje intimidación del recinto. Antes bien se sentían inflamados por ella. Y más en la derrota que se avecinaba.
Una rendida ovación acompañó la salida de pista del expulsado. Pero sorprendía mucho más cómo reaccionó el pabellón a su ausencia. De repente un termómetro salpicó la pantalla central y el objetivo era elevar el nivel de ruido hasta el límite de lo soportable. Había cinco niveles a conquistar: Rumblings - Loud – Wicked loud - Thunderous – Garden Level. Este último ponía muy seriamente a prueba los tímpanos. Supe entonces, con qué claridad me acudió esto, lo que debieron padecer aquí mismo los Lakers en el sexto partido de las Finales de 2008. Porque no es que fuera imposible ganar. Es que por momentos parecía imposible salir botando o simplemente jugar.
Durante toda la noche ningún jugador visitante se vio libre de las iras. Pero ninguno al nivel de Dwayne Wade. Durante sus tiros libres se proferían auténticas burradas desde nuestro fondo que, por resumir, coincidían todas en cuestionar su virilidad.
Boston resolvió finalmente un partido que durante buena parte no tuvo claro. Un estreno saldado con victoria para mantener la calma.
El final me liberó de horas de apretón y me condujo a una frenética carrera por alcanzar no sabía muy bien qué, si los vestuarios o la amplia sala habilitada para las ruedas de prensa. El de Miami aparecía cerrado y extrañamente protegido. Había que echarle valor para entrar allí aquella noche. El de los Celtics ni se veía del tapón formado en los pasillos. Así que decidí dirigir mis pasos hacia la sala de prensa, donde al cabo aparecieron juntos Paul Pierce y Kevin Garnett.
Los dos están muy versados en esto. Pierce presentaba dos aparatosas rodilleras con hielo y Garnett no dirigió ni una sola vez su mirada al frente. Sorteó bien las preguntas que aludían a la bronca y amparado por esa amistad por la que, parece, sería capaz de matar, vino a decir que un compañero en el suelo no podía sufrir el desprecio de que fue testigo. Pero nadie ha sido capaz aún de aclarar qué fue exactamente lo que Quentin Richardson dijo. Tampoco hace falta. Con seguridad acusó a Pierce de estar actuando.
En aquellos momentos, apostado a dos metros de ambos y con mi portátil en las rodillas, sentía una poderosa fuerza en los dedos que me habría conducido a contarlo todo, a compartir una de esas experiencias que no pueden ser descritas en justicia. Me invadía además una lucidez inusitada. Calmé un poco las ansias con buena gente en el hilo verde del foro ACB. Pero maldecía, cuántas veces lo habré hecho desde que estoy aquí, que en mi pequeño país no hubiera nadie interesado en aquel plano deportivo que estaba literalmente situado en el cielo. Nunca jamás me había sentido, y escribo esto con el corazón –amigo Ramón-, tan gloriosamente cerca de las estrellas.
Nunca.
Acabada su declaración fueron entrando sucesivamente Erik Spoelstra, Doc Rivers y un cabizbajo Wade que movía a la compasión. Cuando todo terminó y miré al reloj sentí un sobresalto. Era tardísimo.
Recogí apresuradamente mis cosas y busqué sin mucho tino una de las salidas. Una eternidad después lo conseguí. Llamé a Sami y sus palabras me llegaron entonces como un jeroglífico. Me dijo que cogiera el metro, línea verde hasta Park Street, donde debería hacer un enlace con la línea roja hasta mi destino final en Alewife, la última estación, donde él me recogería con el coche.
Resoplé acojonado. No parecía sencillo y no tenía la más mínima idea del metro de Boston. Pero seguí a las pandillas que a esas horas habían aprovechado el rato de un periodista para saciar su sed en los tugurios todavía bien abiertos del exterior. Pregunté torpemente y acabé en el andén de la línea, cómo no, verde. Al rato apareció no un metro, sino un tranvía. Esa línea conduce a una estación terminal que tiene algo de premonitorio: Cleveland Circle.
En Park Street un tipo tocaba la guitarra y una mujer con aspecto bohemio y una edad que no deseaba le dio las gracias desde el metro. Iba borracha. Pero no era la única. Al fondo una de las cuadrillas que habían estado desgañitándose en el Garden, de unos diez o doce miembros, canturreaba sin apenas voz viejos himnos locales y reía a carcajada una felicidad que era muy distinta a la mía. Eché en falta algunas de las muchas cervezas que llevaban encima. Pero me di cuenta que yo mismo sonreía cuando uno de los tramos salía a la superficie y todo Boston aparecía iluminado de fondo. La noche había cerrado y la postal era maravillosa.
Al cabo quedé a solas en el vagón entre papeles y botellines de cerveza y tuve la sensación de que nunca llegaría a mi destino. Que ya lo había hecho con creces y ahora no sabía muy dónde iba.
Cuando por fin llegué a Alewife hube de esperar en mitad de la noche junto a una carretera desierta que me hacía preguntarme cómo era posible que yo estuviera allí. Pero no había ningún temor en aquella pregunta. Antes bien me sentía pleno por lo vivido. Un cigarro y muchos pasos después llegó Sami.
Qué lejos quedaba Arlington. Cuando por fin hicimos entrada en el pueblo serían más de las dos. A las siete debíamos hacer el camino inverso. No pegué ojo. Y tampoco lo haría en el autobús de vuelta. Así que cuando por fin llegué a casa al día siguiente lo hice muerto de agotamiento y con un dolor de cabeza como no recordaba que fuera posible. Apenas si había comido y vomité una especie de espumarajo que me hizo temer lo peor. Por primera vez me decidí a tomar algo.
Supe entonces que hacer lo mismo día y medio después sería una locura.
Pero mientras estuviera vivo Boston me seguiría viendo. Y así fue. Sólo que dejo esa segunda noche y siguientes para más adelante. Únicamente por respetar aquella primera vez y ese agridulce sabor de nunca volver.