VI
El traqueteo de la furgoneta despertó a los viajeros poco antes del amanecer. La lluvia, que había caído de forma casi ininterrumpida durante toda la noche, había refrescado considerablemente el ambiente. Comenzó a clarear por el este, iluminando progresivamente un paisaje de colinas suaves, cubiertas de vegetación, con jirones de niebla enganchados a los árboles, tapando la parte baja de las colinas y descubriendo, arriba, las cimas cubiertas de palmas y adornadas por pequeñas pagodas blancas, iluminadas por los primeros rayos del sol; el pináculo dorado de un templo brillaba entre los árboles, tras las hojas de un verde intenso, recién lavado por la lluvia. Por la carretera avanzaba, impasible, una hilera de monjes descalzos, envueltos en sus túnicas color teja, con la cabeza afeitada y sujetando recipientes de un negro brillante para recibir las ofrendas. Los campesinos saludaban a los monjes juntando las palmas de las manos a la altura de los ojos e inclinando la cabeza a su paso.
La furgoneta entró a un pueblo tras pasar el trámite del puesto de control ocupado por soldados soñolientos, con uniformes verdes, que saludaron a los conductores, miraron con ligera curiosidad a los viajeros, agazapados en la parte trasera y les hicieron pasar con un movimiento en abanico de una metralleta vuelta inofensiva por un puñado de billetes de baja denominación, los únicos que la reciente reforma monetaria había dejado en circulación. El pueblo comenzaba a despertar, los comerciantes instalaban los puestos del ubicuo mercadillo, colocando sus mercancías sobre tablas desnudas. La furgoneta se detuvo ante un puesto un poco más grande, con varias mesitas alrededor, y los viajeros bajaron a desayunar un té de color ambarino y unos cilindros parduzcos que resultaron ser la versión birmana del castizo churro, que una mujer sonriente freía en una gigantesca sartén al aire libre. Comieron con apetito acentuado por la marihuana, que les había resecado la boca, y todos experimentaban la necesidad de lavarse los dientes, algo que Rafael se negó a hacer si no era con agua mineral embotellada, ya que, dijo, podía ser peligroso utilizar cualquier otro líquido. Ninguno de los tenderetes vendía tan exótica mercancía, y los guías, con un encogimiento de hombros, les montaron de nuevo en la furgoneta y empezó la búsqueda de agua mineral para evitar contagios. Por fin, en las afueras del pueblo, un edificio de mampostería blanca, rodeado de un pequeño jardincillo, un hotel, atrajo la atención de Rafael, que decidió debían dirigirse allí, que parecía más limpio, y habría posibilidad de conseguir una botella de agua mineral para lavarse los dientes. Franquearon, a bordo de la furgoneta, la verja metálica y los guías interpelaron a un hombre vestido de blanco, con una raqueta de tenis en la mano que salía en ese momento del edificio. El hombre se acercó a la ventanilla de la furgoneta y comenzó a increpar en birmano al conductor. Luego, rodeando el vehículo, se encaró con los tres viajeros y, en inglés, les preguntó quiénes eran y qué hacían allí. Sonriendo, Rafael dijo que querían comprar agua mineral, y el hombre comenzó a gritar que aquello era ilegal, que no podían viajar en esa furgoneta, que le enseñaran los pasaportes e hicieran el favor de acompañarle. Se trataba del delegado de la oficina nacional de turismo, el encargado de velar por el cumplimiento de la draconiana legislación que pretendía evitar el contacto de los turistas con la población local a la vez que hacer pagar a todo el mundo los desorbitados precios oficiales. Los tres viajeros se miraron con horror, a la vez que intentaban explicar a su interlocutor que ellos no sabían nada, pero aquel solamente les miraba con el ceño fruncido, sin el menor asomo de la sonrisa que, hasta entonces, había campeado en el rostro de todos su interlocutores, poseído de la importancia de su cargo y de su función de cancerbero de la legalidad, de garante de la existencia misma de la realidad. La norma volvía por sus fueros.
El funcionario hizo a los conductores aparcar su furgoneta y obligó al grupo a acompañarle a su oficina. Gritaba a los nativos y trataba con estudiada frialdad, no exenta de brusquedad, a los tres extranjeros, como si quisiera demostrar una inflexibilidad berroqueña. El conductor y su ayudante, cabizbajos, aguantaban el chaparrón con expresión de humildad, con una sonrisa obsequiosa en los labios que se volvía burlona cuando el funcionario no les miraba. Los tres viajeros estaban preocupados; en su imaginación se proyectaban tremendas imágenes de inmundos calabozos, sádicos cancerberos e insectos repugnantes. El funcionario, condujo a sus rehenes a su oficina, decorada con inocentes carteles turísticos que reflejaban las glorias artísticas del país y se enzarzó en interminables conferencias telefónicas con la capital desde un aparato antiguo de un sobrio color negro, mientras los dos nativos permanecían respetuosamente de pie ante su mesa de despacho y los tres viajeros disimulaban su nerviosismo examinando hasta la saciedad los carteles turísticos: la Gran Pagoda de Schwedagon, los jardines flotantes del lago Inle, las arruinadas pagodas de Pagan y las murallas de Mandalay les contemplaban desde la pared, junto con idílicas fotografías de pueblos tribales sorprendidos en innúmeras danzas folclóricas. Finalmente, el funcionario pareció haber recibido consignas coherentes desde la central y conminó a los conductores a entregarle sus documentos, instándoles a volver a la capital sólos y presentarse allí a las autoridades turísticas del país. Los viajeros debían permanecer en el hotel a la espera de la salida del tren esa misma noche en que, a su vez, debían volver a la capital y abandonar el país sin más dilación, si es que las autoridades centrales decidían hacer la vista gorda ante tamaño desacato a las normas internas, algo que no estaba demasiado claro, pues el discurso del funcionario estaba plagado de veladas amenazas y algunos errores sintácticos dificultaban su comprensión.
Se permitió a los viajeros regresar a la furgoneta a recoger los equipajes, acompañados por los dos conductores. Rafael, preocupado por las numerosas infracciones cometidas, desde el cambio paralelo con las monjas hasta la culpable adquisición de antigüedades, entregó todo el dinero cambiado a los conductores que, lejos del funcionario, reían alegremente e intentaban, sin demasiado éxito, calmar los nervios de los tres viajeros, señalando el absoluto ridículo que iba a hacer aquella especie de espía doblado de responsable turístico y diciendo a cada momento, entre risas, que nada de aquello tenía importancia alguna y que ellos lo arreglarían en Rangún. Recogieron el dinero, ocultaron las antigüedades y, montando en su furgoneta, partieron hacia la capital, riendo despreocupadamente y seguidos por la habitual nube de niños
Apesadumbrados, los tres viajeros regresaron a su hotel, convertido en cárcel por su imaginación, a esperar la hora de salida del tren. El funcionario les metió en una habitación con vistas a un jardín tropical provisto de una piscina razonablemente limpia en que se tostaba al sol una extranjera entregada a los cuidados, caros pero seguros, de la compañía oficial de turismo y donde chapoteaban unos niños rubios y aburridos a los que contemplaban, al otro lado de una verja de metal, unos chavales bulliciosos y sonrientes. Rafael maldecía continuamente el afán aventurero que les había llevado a escuchar los consejos de las monjas y embarcarse en una aventura ilegal y prohibida que, encima, les había salido más cara, con la entrega de todo el dinero a los conductores, que el paquete turístico oficial más completo que hubieran podido escoger. Se le estaban empezando a despegar las suelas de las zapatillas de deporte, que habían desteñido por efecto de la lluvia y se le veía tan afectado que Jaime no tuvo corazón para recordarle que había sido su insistencia en lavarse los dientes con agua mineral la que les había hecho aterrizar en semejante situación. Se paseaba por la habitación desesperado, mientras Luis, más resignado, se había tumbado en la cama y procuraba recuperar el sueño que la marcha de la furgoneta no le había dejado conciliar en toda la noche. Jaime intentó encender otro de los verdes cigarros pero Rafael se lo arrebató de la boca con un bufido.
-¿Cómo si no tuviéramos suficiente con el mercado negro y los viajes al margen de la compañía, encima tráfico de drogas! Pero, ¿tú quieres pudrirte aquí en la cárcel o qué? Todavía no sabemos cómo vamos a salir de ésta y encima quieres...
-Vale, hombre, no te pongas así, yo lo hacía solamente para pasar el rato
Dijo Jaime, mirando como Rafael arrojaba el canuto apenas encendido al retrete y luego tiraba compulsivamente de la cadena. La cisterna no funcionaba. Rafael recogió el cigarro, lo desmenuzó concienzudamente y luego se enfrascó en la reparación del mecanismo de la cisterna mientras Jaime le miraba, entre preocupado y divertido. Él mismo era incapaz de arreglar nada y admiraba profundamente a la gente capaz de entender el funcionamiento de cualquier mecanismo; aunque el de la cisterna era uno de los pocos que había conseguido llegar a comprender (algo que le llenaba de satisfacción y consideraba una auténtica proeza), era, desde luego, incapaz de arreglarlo. Su opinión acerca de Rafael, bastante deteriorada por la manía turística y completamente arruinada por su predilección por el agua mineral y las consecuencias que había acarreado, subió varios puntos cuando, con las manos chorreando y una cierta sonrisa de satisfacción, éste accionó el mecanismo y consiguió que la cisterna descargara. La satisfacción de Rafael duró poco y, privado de otro entretenimiento, continuó paseando por la habitación, mascullando maldiciones y aventurando hipótesis sobre el futuro.