La historia de Boyhood comienza cuando su protagonista, Mason, tiene seis años y finaliza más o menos cuando cumple los dieciocho. Lo más peculiar de la propuesta de Linklater, en su absoluta vocación experimental, es que el espectador debe ir rellenando cuantiosos huecos de la biografía del protagonista en cuanto se producen los cortes que llevan a Mason de una edad a otra. De hecho muchos de los pasajes que se nos muestran son insustanciales: un día normal en la vida del protagonista, sus pequeñas alegrías, miedos o frustraciones. En otras ocasiones, sí hay más trascendencia: los conflictos con su padrastro alcóholico o sus primeros amores: cine naturalista, casi documental, en el que el hilo narrativo es tan imprevisible (y caótico, por qué no decirlo) como la propia existencia. También se aprovecha para mostrar la vida en la primera década del siglo XXI, tan reciente y ya tan lejana, marcada por la caída de las Torres Gemelas, la guerra de Irak y la generalización de internet. Es curioso que en este contexto tan moderno, los abuelos texanos de Mason sigan fieles a la ideología del rifle y la Biblia.
Si algo queda claro después del visionado de Boyhood es que el fracaso y el triunfo vitales son conceptos relativos, quizá más marcados por el momento concreto en el que se piensa en ellos que los típicos conceptos absolutos que siempre nos imaginamos. Además, y esta es una apreciación muy personal, la película es también una reflexión sobre la fugacidad del paso del tiempo. El Mason niño y el Mason que se asoma a la vida adulta son la misma persona, aunque su físico parezca decir lo contrario. Sin apenas darse cuenta, pronto habrá llegado a los cuarenta y después, con una rapidez asombrosa, a la vejez. Quizá en sus últimos estertores se vea a sí mismo de nuevo con ocho años, mirando a las nubes, soñando con una vida plena.