Igual que la Salomé de Gustav Klimt muestra un pezón entero y un amago de otro, Inesita Bocángel tiene un ojo sano y otro comido por la tiniebla. Es ojo de mal mirar por su aviesa torcedura y un pestañear vibrante que únicamente se amansa cuando ve paisajes de obsequiada belleza. No es Inesita moza concupiscible, pero es tapar el ojo defenestrado y el cuerpo se le alegra sin disimulo. Retorna el recato cuando lo oscurece de nuevo y la memoria obra el prodigio de borrar la lubrica inclinación de su alma. Los hombres de ansia más desbordada bendicen el ojo muerto. Hay trovadores que glosan las proezas venusinas de su dueña. Las cantan en las tabernas cuando se les desquicia la boca, elogian las bondades de la anatomía de su promiscua benefactora y hacen hostil escrutinio de turnos. Hay quien propone lastimar el ojo sano por si la ceguera absoluta propicia acometidas más frecuentes, pero la moción es censurada y vence la conformidad o la gratitud por los favores prestados o la admonición del párroco, que tiene la administración exclusiva del perdón, incluido el suyo. En días de lucidez, Inesita Bocángel descree de la filantropía y somete a su íntimo juicio el hábito contraído con la población masculina de la comunidad. Las féminas damnificadas por este arrebato lúbrico (que recaba la casi unánime aprobación de sus maridos) andan en conversaciones con las autoridades para que se proceda al destierro de Inesita, pero el consejo municipal nunca concede tal amonestación y hasta han propuesto que se le conceda el título de hija predilecta de la villa.