Breve historia del culo, de Jean-Luc Hennig

Publicado el 15 noviembre 2010 por José Angel Barrueco

Este repaso a la historia del culo resulta divertido, refrescante e ilustrativo (y se podría completar con los relatos que mi paisano J. M. Lebrero publicó en su libro Culos). Desde los culos mostrados por la pintura y el cine hasta su importancia en el devenir de ciertos acontecimientos, pasando por la sodomía, el beso, la tortura anal (capítulo muy estremecedor, por cierto) o su evolución desde que el hombre empieza a caminar sólo sobre dos patas. No quiero extenderme más porque el siguiente fragmento es largo; se trata del origen de una de las famosas escenas de 8 y medio, esa obra maestra:
A Fellini también le gustaba elogiar la culidad de la mujer. La mujer-culo, decía, “es una epopeya molecular de la feminidad, una divina comedia conducida siguiendo la anatomía femenina”. Eso no es una maldad por su parte, como se ha creído, puesto que él los amaba así, monstruosos, deformes, desabridos, colgantes. Los colgantes, por ejemplo, con sus oscuras pantorrillas velludas, que cuando se ponían a horcajadas en las bicicletas y rebosaban sobre el sillín como frutas en una cesta, “hacían que brillaran –dice Fellini– con un centelleo de reflejos deslumbrantes, los culos más hermosos de la Romaña”. Fue a la orilla del mar, cuenta a José Luis de Villalonga, donde tuvo por primera vez la revelación de la mujer. Tenía ocho años. En aquella época, una mujer enorme, blanca y sucia vivía sola en una especie de choza que se había construido en la playa. Por las noches, se entregaba sobre la arena a los pescadores que tenían el coraje de acercársele. Le pagaban permitiéndola que rebuscase en el fondo de sus barcas los restos de las sardinas minúsculas que en Rimini llaman saraghine, así que la llamaban la Saraghina. Por cuatro perras, se arremangaba lentamente su amplia falda harapienta y mostraba durante algunos segundos un trasero inmenso, pálido, que hizo soñar a generaciones de chavales. Por el doble de precio, la Saraghina se daba la vuelta. Pero también a veces saltaba como una bestia furiosa, gritando y blasfemando.
La
Saraghina tenía una cabeza leonina, ojos achinados y una boca grandísima y como de goma con la que hacía muecas. Olía mucho a pescado, a las algas que se enredaban en su cabellera, junto con el petróleo y el alquitrán de las barcas. Tenía sobre todo un cuerpo de leopardo y un trasero vasto como el mundo. Y un día, la Saraghina se puso a cantar para él. Una rumba. Tenía voz de niña. Un hilillo de voz muy puro, muy claro, muy tierno. Y aquel día, Fellini descubrió el pecado.

[Traducción de José Miguel González Marcén]