La historia del paseo de la Alameda comienza en 1642 cuando el duque de Arcos, virrey y capitán general de Valencia, ordenó urbanizar los extensos terrenos de huertas, acequias y una arboleda, conocida como el Prado.
Después de tres años, las obras estaban terminadas y tuvieron como colofón dos filas paralelas de álamos a lo largo del pretil del río.
Cincuenta años más tarde se levantarían las dos torres a la entrada del jardín, que hoy en día pasan tan desapercibidas, construidas bajo el mandato del intendente Rodrigo Caballero, que las dedicó a San Felipe y a San Jaime durante el reinado de Felipe V, como puede leerse en la inscripción correspondiente. Corría 1714. Cerca se construyó un templete utilizado para un par de conciertos en toda su historia.
Alrededor de un siglo después, concretamente en 1810, invadida Valencia por las tropas francesas del general Suchet, éste le dio un nuevo empuje al jardín en el que aparecieron numerosos laureles, plátanos, cipreses, naranjos y limoneros.
En poco tiempo, se convirtió en el paseo favorito de las clases más selectas de la sociedad valenciana que le encantaba dejarse ver a lo largo de su travesía con sus diferentes carruajes, como los landós o tartanas.
Hasta Maximiliano de Austria, cuando visitó la ciudad en 1858, lo comparó con el Prater de Viena: “donde se encuentra toda la sociedad elegante que pasea en carruajes”.
Esta tradición continuó hasta inicios del siguiente siglo. Unos años antes, en 1871, la historia de la Alameda se vinculó desde entonces a la Feria de Julio, fiesta nacida para que las clases pudientes no abandonaran la ciudad recién empezado el verano, con la correspondiente bajada de ventas por parte de los comerciantes.
La época dorada de la Alameda empezaba con los diferentes actos que se celebraban durante la Feria como, por ejemplo, el fin de los Juegos Florales organizado por la asociación Lo Rat Penat con conciertos de rigodón y de valses, con la implantación de improvisados pabellones patrocinados por las instituciones más importantes; el Gobierno Civil, el Ayuntamiento, Casino de Agricultura, entre otras… que reunían a la creme de la creme de la aristocracia de la burguesía del momento para bailar y entretenerse, y la muy lucida y brillante Batalla de Flores, único festejo que ha sobrevivido, nacido en 1881 a petición del barón de Cortes.
De aquellos tiempos, también se han mantenido las dos fuentes más hermosas de la urbe. La primera llamada de Las cuatro estaciones, próxima a los Jardines del Real, siendo su promotor el alcalde de la ciudad Francisco Brotons en 1861. La segunda, ubicada cerca del puente de Aragón, siguiendo el proyecto y planos de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos. Inicialmente inaugurada en 1852 en la plaza del Mercado, frente a la Lonja, 26 años después se trasladó donde hoy en día se encuentra.
En la parte más alejada del río hay otra tres fuentes no tan monumentales; la de Flora, obra de José Piquer, de 1864, la fuente monumento del Doctor Moliner, cuya autoría es de José Capuz de 1919 y otra fuente anónima, cercana al templete que se construyó hace unos decenios para los feriantes que se instalaban en Navidad.
Otros monumentos completan el paisaje de la Alameda, como el dedicado a Cavanilles en 1905 y al de Luis de Santángel, rescatados del olvido sólo en fechas conmemorativas.
En las últimas décadas, ha servido para la celebración de acontecimientos de toda índole: culturales, deportivos, militares e incluso religiosos, como la misa de Juan Pablo II en 1982.
Hoy en día, la Alameda conserva bellas zonas de las que disfrutar, como el umbráculo de las glicinas o los frondosos ficus protectores, a pesar de que se ha convertido en una zona de tránsito y aparcamiento de coches que desaparecen cuando se organizan actividades de carácter lúdico.
Para los más curiosos: Los Jardines de Valencia, Mª Ángeles Arazo/Francesc Jarque. Ayuntamiento de Valencia. 1993. Valencia.