Breve historia del pensamiento heterodoxo, I: el Renacimiento

Publicado el 22 septiembre 2014 por Rafael García Del Valle @erraticario

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Los sistemas sociales y culturales son efímeros por naturaleza. Se antojan definitivos sólo porque su tiempo supera las capacidades medias del ser humano para pensar el mundo. En el efímero sistema de hoy, se desprecia todo lo que amenace con abrir la superficie sobre la que descansan, narcotizados, los últimos hombres nietzscheanos. Pero ellos apenas tienen algo de culpa; todo les llega de esa sombra alargada que es el siglo XIX y que oscurece el pensamiento como un espectro del pasado que se resiste a marchar, tan apegado estuvo en vida a lo terrenal.

En ese escenario, se vacía el lenguaje, se tergiversan las proposiciones y se sustituye el contenido de los enunciados. En el caso concreto que nos ocupa, hoy se confunden superstición y pensamiento esotérico, y se identifican esoterismos y ocultismos sin apreciar que las palabras también tienen su historia, y la historia no puede entenderse si no se respeta el significado con que las vivió cada época.

Lejos de creencias inútiles, los esoterismos han ejercido una función clave a lo largo de la historia: destapar las estructuras de poder, conscientes o inconscientes, y ayudar al iniciado a reforzar su voluntad e individualidad. En ese desvelo del mundo, no sólo caen los sistemas ortodoxos, sino también los falsos heterodoxos, incluidas las comunidades pretendidamente esotéricas que han perdido la pureza necesaria por demasiado componente humano. De hecho, se cuenta que dicen por ahí que el auténtico esoterismo jamás dispuso de sociedades formalmente establecidas.

La historia de los papeles perdidos de Isaac Newton es la anécdota máxima de la necedad en que ha caído Occidente. Durante siglos, se quiso ocultar la inclinación esotérica del padre de la física moderna, y los documentos que expresaban sus pensamientos más profundos fueron pasando de mano en mano con un propósito común: apartarlos de la vista pública. Primero fue porque sus allegados habrían tenido problemas con las autoridades del momento; después, porque minaría la fama del científico; finalmente, porque humillaría el pensamiento establecido como firme y rígido de toda una civilización.

Pero, para llegar a Newton, es mejor comenzar varios siglos atrás. Por no hacerlo muy largo, habrá que centrar el viaje en los comienzos de la Modernidad. La historia es incierta cuando se acude a lo heterodoxo, por lo que las pocas fuentes fiables se reducen a unos pocos autores. En este caso, todo lo que sigue, y seguirá en artículos aún por venir, se limita a los estudios de una pionera, Frances Yates, y un académico contemporáneo, Wouter Hanegraaff. Quizás, con algo más de tiempo, y ánimo, quien esto escribe pueda pulir semejante carencia de perspectivas.

El punto de partida es la Italia del Renacimiento. Corre el año de 1460. Marsilio Ficino ha entrado al servicio de la persona más poderosa de Florencia, Cosimo de Medici. Su tarea es muy simple: traducir algunos manuscritos que han llegado desde Macedonia. Dicen que el gobernante en persona organizó su búsqueda. O simplemente se los encontraron a alguno de los sabios procedentes del Este. Sea como sea, ya están en la soberbia biblioteca de los Medici. Y el interés por tales escritos no es en vano.

Desde años atrás, Florencia había sido frecuentada por curiosos visitantes de la antigua Roma Oriental. Uno de ellos es el filósofo Georgios Gemistos, a quien todos llaman Pletón. Había aparecido en 1437, con motivo del Concilio de Ferrara, en el que las dos Iglesias buscaban llegar a un acuerdo común ante la fuerza islámica que se les venía encima. No lo consiguieron. Pero Pletón se dedicó a otros asuntos además de hablar de políticas y acuerdos demasiado humanos; se pasó los ratos libres instruyendo a los sabios florentinos en la filosofía de Platón, perdido durante algunos siglos para Occidente en favor de Aristóteles. Les habló también de Zoroastro y les encandiló con historias sobre antiguos magos caldeos. Por supuesto, la familia De Medici no iba a dejar que aquello cayera en saco roto.

Ficino tradujo primero una serie de diálogos platónicos. Luego, los comentó en una obra titulada De amore, buscando la manera de que aquel nuevo pensamiento pudiera ser compatible con el cristianismo. Y, entonces, la cosa se desmadró. Los inquietos florentinos vieron en el platonismo la gran oportunidad de reformar el pensamiento de una Iglesia demasiado corrupta para ser verdadera en sus discursos. Los bizantinos habían resultado ser una grata fuente de sorpresas y, tras la caída de Constantinopla en 1453, Florencia se había llenado de ellos. Había textos heterodoxos para dar y tomar.

Pero Ficino también ha traducido algo más intrigante: el Corpus Hermeticum. Lo hará público en 1471. El texto afirma haber sido escrito por el dios egipcio de la sabiduría: Tot, helenizado como Hermes Trismegisto. Sea cierto o no, el contenido es demasiado intrigante para ser ignorado, hasta el punto de que Ficino confía en que aquello permitirá a la humanidad dar un salto definitivo en su desarrollo espiritual.

Hoy se sabe que el Corpus Hermeticum fue compilado en Alejandría durante los tres primeros siglos de la era cristiana, la misma época y el mismo lugar en que fueron escritos los manuscritos hallados en Nag Hammadi en la década de 1940. De hecho, hay un texto que aparece en ambas colecciones: el conocido como Asclepius.

El Serapeum de Alejandría fue destruido en el año 391 por orden del obispo Teófilo, quien persiguió a los gnósticos hasta darles muerte. Una de las hijas del Serapeum, por cierto, fue Hipatia, una figura siempre vinculada a la libertad de pensamiento pero cuya profundidad el cine de hoy ha disuelto en términos ridículamente próximos al materialismo decimonónico, responsable de reducir hasta la obscenidad, sólo blanco y negro, la historia de la filosofía.

En cualquier caso, la lucha contra los pensamientos heterodoxos continuará por siglos –¿alguna vez se detuvo?—. En el año 529, el emperador Justiniano mandó clausurar la Academia de Platón, tras novecientos años como centro del conocimiento. Comenzaban así los siglos de la Edad Oscura, que se disiparía brevemente con el denominado Renacimiento del siglo XII. En este renacimiento ignorado por los sabios de hoy, tuvieron parte fundamental los cátaros de Toulousse y Provenza, vinculados a los bogomilos del este de Europa.

Los cátaros consideraban que la ignorancia era el mayor peligro para los seres humanos, y que todo el conocimiento se encontraba en el Nuevo Testamento, un libro que en el resto de la cristiandad resultaba inaccesible para el pueblo llano no sólo en su forma material, sino en su contenido, escrito en latín. Pero traducirlo era peligroso, y sus interpretaciones solían derivar en acercamientos próximos –hoy se sabe por fin— a las corrientes gnósticas los primeros cristianos, pues el cristianismo parece haber sido más bien un conjunto de cristianismos, cualquiera de ellos más profundo que la corriente triunfadora por asimilación del poder romano. Y el Nuevo Testamento, en todos ellos, lejos de un libro de historia, era una guía de viajes interiores marcada por símbolos y expresiones míticas cuyos orígenes se remontan a la noche de los tiempos.

Cerca de aquel centro del conocimiento –cuya historia da para cientos de leyendas, miles de fantasías y alguna que otra realidad, pero cuyo final, en el siglo XIII, es único y revelador, y se resume en la frase de uno de esos convencidos de la verdad que tanto abundan en todos los tiempos y culturas, Arnaldo Amalric: “Matadlos a todos. Dios reconocerá a los suyos”—, vivió Ramón Llull.

Es el siglo XIII, y aquí citaremos a Francis Yates en La filosofía oculta en la época isabelina por honrar a las fuentes:

Llull concibió la generosa idea de que un arte basado en los principios comunes a las tres tradiciones religiosas podía servir para unirlas en el terreno filosófico, científico y místico que compartían.

El principio común sobre el cual el mallorquín basó lo que se conocería como arte llulliano fue la teoría de los elementos, según la cual todas las cosas del mundo se componen de tierra, agua, aire y fuego. A ellos corresponden cuatro atributos: frío, humedad, sequedad y calor. La combinación gradual de todos ellos daba origen a todo lo que existe.

El Arte de Llull está directamente influido por la Cábala. Se basa en un principio religioso también común a las tres tradiciones monoteístas: los nombres o atributos divinos; de modo que Dios es “Bonitas (bondad), Magnitudo (grandeza), Eternitas (eternidad), Potestas (poder), Sapientia (sabiduría), Voluntas (voluntad), Virtus (virtud o fuerza), Veritas (verdad) y Gloria. Estos atributos se manifiestan en todos los niveles de la creación. En este sentido, el Zohar, que fue escrito en España hacia 1275, tiene mucho que aportar al pensamiento de Llull; los sefirots se consideran los diez nombres de Dios más comunes, y en su conjunto forman el gran Nombre.

La geometría pitagórica también forma parte del Arte Llulliano: lo geométrico es simbólico, de modo que el triángulo expresa lo divino; el círculo, los cielos; y el cuadrado, los cuatro elementos.

En el aspecto puramente cristiano, Llull forma parte de la tradición platónica medieval heredera de San Agustín y de la obra del seudo-Dionisio, quien afirma la existencia de una jerarquía de ángeles. Según Llull, quien practicara su arte debía combinar su ciencia con la ética y la contemplación; sólo así podría ascender por la escala de la Creación y hacer suyos los atributos divinos mencionados en la Cábala.

Pero no sólo eso, también habría de dominar las canciones sobre el amor cortés. La condición no es gratuita, pues los trovadores, y todo el arte de la caballería, tienen su origen en el país de los cátaros y recorren la historia de Europa disfrazados de leyendas artúricas, muy apreciadas por familias relacionadas con el conocimiento esotérico, como las casas de Anjou y de Poitiers, de las que habrá de nacer la estirpe de los Plantagenet.

El caso es que, debido a la persecución sufrida por los judíos en la España del siglo XV, muchos de ellos decidirán trasladarse a Italia, y allí, junto a las nuevas ideas procedentes de Bizancio, triunfará el interés por la tradición mística hebrea; pero, obviamente, un misticismo judío de raigambre ibérica, en el que el pensamiento de Llull es esencial.

Y si Ficino se preocupa por el hermetismo del Oriente europeo, Pico della Mirandola, amigo y colaborador de Ficino, se preocupará por el occidental, hasta el punto de crear la Cábala cristiana. Tras aprender el nuevo saber, Della Mirandola reconoció que se asemejaba mucho al Arte de Llull; había descubierto las fuentes cabalísticas del mallorquín y, haciéndose eco de su ideal integrador, se tomó en serio la posibilidad de ampliar la comprensión del cristianismo a partir del misticismo judío.

Pero hay un tercer ingrediente en este recién nacido neoplatonismo hermético cabalístico, y es su aplicación práctica. La magia que nacía de la Cábala era un método para conocer los que hoy se denominan poderes de la naturaleza, y que entonces eran referidos como ángeles. Pico había afirmado la importancia del número, pues por la Cábala los nombres de Dios también pueden expresarse numéricamente. La Cábala se convertía así en una matemática mística, donde las referencias a Pitágoras eran fundamentales. Cuenta Yates:

Con gran cautela Pico advierte que esta especie de Cábala es buena y santa porque se ocupa de los ángeles y de potencias buenas y santas, y que no tiene nada que ver con las malas prácticas empleadas para atraer demonios y diablos. Si el místico cabalista no es santo y puro, puede correr graves peligros espirituales. Esta advertencia y este temor están siempre presentes en los cabalistas cristianos, que bien sabían que al tratar de ascender a las alturas es fácil caer en el abismo.
Básicamente, Pico es un místico atraído profundamente por la esperanza que representa la comunicación con Dios y los espíritus buenos por medio de la Cábala. En su undécima Conclusión Cabalística describe un trance en el que el alma se separa del cuerpo y se comunica con Dios por medio de los arcángeles. Estas operaciones de Cábala pura se efectúan en la parte intelectual del alma, y pueden ser tan intensas que produzcan la muerte del cuerpo (“este beso de la muerte”).
Pico imagina una ascensión mística por las esferas del universo, hasta llegar a una Nada mística que está más allá de ellas.

Otro que se iba a interesar por aquello es Johannes Reuchlin, un alemán que acudió a Florencia para estudiar de primera mano el nuevo conocimiento que se estaba propagando. Y, aquí, el tema adquiere dimensiones continentales. Reuchlin, al igual que tantos otros, quería encontrar una alternativa a la escolástica que dominaba Europa. Estaba el humanismo de Erasmo, pero le parecía flojo e insuficiente; la idea de una Cábala cristiana con capacidad de renovar los ritos muertos de la Iglesia católica era un asunto que bien merecía una misa.

Reuchlin fue un erudito que, como Pico, trataba de lograr una síntesis mística del problema religioso, mientras que Lutero fue un reformador arrojado que quería transmitir a la gente un mensaje evangélico. Sin embargo, era inherente a la Cábala cristiana un cierto programa reformista, ya que pretendía sustituir la escolástica con una filosofía cristiana más potente.

De hecho, el neoplatonismo hermético resultó ser de gran interés incluso para el Papa Borgia, Alejandro VI. Bajo su pontificado, el Vaticano se llenó de pinturas de temática egipcia, con Hermes Trismegisto como protagonista, además de la diosa Isis.

Qué cosas…

El nuevo siglo, el XVI, prometía ser movidito.

(Continuará)

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