Breve historia del pensamiento heterodoxo, VI: los papeles de Isaac Newton

Publicado el 10 diciembre 2014 por Rafael García Del Valle @erraticario

Sir Isaac Newton murió el 31 de marzo de 1727, según el calendario gregoriano, y sus restos fueron depositados en la abadía de Westminster, un honor reservado para unos pocos, el 8 de abril. El siglo XVIII le consideró ejemplo de genialidad, virtud y excelsa humanidad.

Pero, aunque no se reconociera a la luz del día, todos sabían que había algo oscuro en el héroe británico. En uno de sus últimos gestos conscientes, rechazó la extremaunción; durante toda su vida se había estado preparando para otro estado de existencia, les dijo a quienes le acompañaban en sus últimos momentos; no había necesidad de ayuda externa alguna.

Ya en vida, Newton había dado muestras, para quien quisiera mirar, de su simpatía por el antitrinitarismo, una herejía de gravedad suprema que no sólo podía costar la cárcel, sino incluso la muerte –en las Islas Británicas, la última ejecución por blasfemia tuvo lugar en Escocia en 1697, y la última encarcelación, en 1922—.

Cuando los familiares catalogaron su patrimonio, aparecieron “cincuenta kilos de papeles” (one hundred weight) en completo desorden, sin fecha y sin instrucciones sobre su propósito. Un rápido vistazo dejó entrever las discretas aficiones del que triunfó en la vida como físico y matemático: alquimia, teología y una peculiar historia de la Iglesia.

En su libro The Newton Papers: The Strange and True Odyssey of Isaac Newton’s Manuscripts, la escritora e investigadora Sarah Dry cuenta al detalle el proceso que siguieron dichos papeles a lo largo de tres siglos de casualidades y malabares que se conjugaron para que el legado del padre de la física moderna no viera nunca la luz.

A los herederos, como era costumbre en la época, si no en todas, no les interesaba el contenido, sino el precio que alguien podría pagar por publicar los manuscritos, si es que alguno podía ser publicado. Es así que pidieron la opinión de un miembro de la Royal Society, Thomas Pellet, quien se convirtió así en el primero con acceso directo a los secretos de Isaac Newton.

El trabajo le llevó a Pellet sólo tres días, tiempo que estimó suficiente para poder afirmar que nada de aquello tenía valor alguno, así que, salvo cinco documentos que vieron la luz con el paso de los siglos, el resto de papeles no tenían más destino que encender el fuego del hogar. En defensa de Pellet, su misión era precisa y clara: determinar el valor en el mercado del legado de Newton, y, en aquellos tiempos, no había interés alguno por la vida de las personas salvo que fueran santos de la Iglesia; si algo se publicaba, es porque aportaba una idea importante de ser leída. Y aquellos papeles eran, desde el primer contacto, ilegibles en su desorden.

Sólo Catherine Barton, la sobrina que había acompañado a Newton en su solitaria vida, y su marido, John Conduitt, se mostraron preocupados por conservar aquel legado como homenaje póstumo a su familiar. En poco tiempo, Conduitt se dio cuenta del peligro que aquellos papeles podrían suponer para la reputación de su tío político: entre otras lindezas, Newton consideraba que la Iglesia se había inventado, en el siglo IV, la doctrina de la Santísima Trinidad. El “santo” enterrado en Westminster era, definitivamente, un hereje.

Y si Conduitt acertó a comprender la gravedad del legado, ¿acaso la desidia de Pellet no escondería un acto más noble, al menos desde su punto de vista, como habría sido proteger la fama de su colega? Esto, por descontado, nunca lo sabremos.

El caso es que dos de las cinco obras recomendadas por Pellet, las únicas que vieron la luz por entonces, ya provocaron serios debates sobre la personalidad de Newton: la Cronología corregida de los reinos antiguos y, sobre todo, las Observaciones sobre las profecías de Daniel y el Apocalipsis de San Juan. Voltaire diría en su defensa que tales no habían sido más que divertimentos del padre de la era de la razón para relajarse tras duras jornadas de trabajo racional y científico. Nada por qué preocuparse.

Tras la muerte de John Conduitt, primero, y de Catherine, después, los papeles deberían llegar, por voluntad expresa de ella, a manos de un editor controvertido por simpatizar con las herejías: Ashley Sykes. Pero Katty Conduitt, la hija de John y Catherine, no hizo caso de semejante voluntad y, tras su matrimonio con el Primer Conde de Portsmouth, los papeles continuaron su viaje por la biblioteca de los Condes, en Hurstbourne Park, durante varias generaciones.

Muy pocos consiguieron echarles un vistazo hasta 1872, debido al celo con que los herederos quisieron conservar el secreto. Mientras tanto, aparecieron otros documentos en diversos lugares de Inglaterra que alimentaban el morbo en torno a las aficiones heterodoxas del mayor científico de la era moderna. Pero los contenidos aireados, por un lado, y la incapacidad de comprenderlos, por otro, apenas daban para discusiones sobre la pureza anglicana de Newton o su carácter herético.

El siglo XIX complicó las cosas. En la década de 1820, el francés Jean Baptist Biot dio a conocer que Newton había experimentado una crisis mental en 1693, la cual le sumió en estados de enajenación y profunda melancolía; todo ello, concluía, debía mostrar que el trabajo científico había sido anterior a dicha crisis, y que los intereses espirituales no eran sino el fruto de posteriores momentos de locura transitoria.

El asunto no era ninguna tontería: si la mente de Newton, supremo ejemplo del científico moderno, no estaba gobernada por las reglas de la lógica conocida y un estricto orden discursivo en el momento de sus grandes descubrimientos científicos, la racionalidad no podía ser, entonces, el mayor logro intelectual de la humanidad. El genio tenía un origen suprarracional, y eso no era lo que querían descubrir precisamente los abanderados del pensamiento moderno, sobre todo cuando se acaba de acuñar (1834) una nueva palabra, “scientist” (“científico”), para referirse a la persona que cultiva la ciencia.

La conclusión que venía de Francia era clara: la ciencia es una cosa sensata; los otros asuntos del espíritu humano, desvaríos de una mente inestable. Con todo, los ingleses tenían otra forma de ver el asunto, pues los británicos de ciencia presumían, a su vez, de su fe. La conjunción de ambas era síntoma de una mente virtuosa. David Brewster se tomó como cruzada personal demostrar que Newton había sido racional tanto en los asuntos de ciencia como en las cuestiones teológicas. No había un antes y un después, sino un proceso común y entrelazado de temas que se complementaban entre sí.

Y, aunque el virtuoso Brewster vería tambalearse su piedad por el genio después de que, tras años de intentos frustrados, el Conde de Portsmouth le concediera el privilegio de acceder a los papeles de Hurstbourn Park, siguió en sus treces de defender el honor de Newton. Tras largos años de estudio, no pudo por más que concluir lo siguiente: los papeles de Newton movían al desconcierto con sus divagaciones alquímicas, heréticas y esotéricas, pero estaba seguro de que semejante desconcierto no era sino el fruto de contemplar una obra inacabada; de haber tenido más tiempo, Newton habría podido corregirlos apropiadamente, de modo que expresarían unas ideas más acordes a la doctrina cristiana y a la razón científica.

Pero este empeño “irracional” de un científico como Brewster, traducido en dos décadas de defensa contra viento y marea, se podría entender mejor si nos remitimos a otro sentir que impregnaba la época, más amplio y social que la mera defensa de un carácter, pues se elevaba a rango de defensa nacional: la necesidad de mantener la hegemonía británica frente al Continente exigía que la ciencia, motor de la Revolución industrial y de los grandes avances técnicos por los que existía el Imperio, fuese un asunto colectivo, es decir, que hubiese fondos económicos para formar científicos.

Y, para ser colectiva, la ciencia no podía depender de los arrebatos irracionales o revelaciones intuitivas de genios solitarios, sino que debía poder enseñarse como cualquier otra profesión y que dicha enseñanza garantizara resultados; cualquiera que siguiese los pasos intelectuales de Newton tenía que poder convertirse en Newton.

Y, así, como suele pasar cuando el empeño se pasa de bravo, las cosas se fueron complicando cada vez más. La Universidad de Cambridge había creado un nuevo sistema educativo que se basaba en la escritura como método de examen –hasta entonces lo normal era la escucha y la exposición oral— que facilitaba la creatividad del estudiante. Y hete aquí que los papeles de Newton debían ser el ejemplo supremo de que escribir era una gran ayuda para desarrollar el genio de los aspirantes a científicos. Si se podían analizar los apuntes de Newton, se podría fijar el método seguido y convertirlo en un proceso a imitar.

En 1872, Isaac Newton Wallop, quinto Conde de Portsmouth, aceptó entregar a la Universidad de Cambridge los papeles custodiados durante más de un siglo por sus celosos antepasados. Con todo, limitó la donación a aquellos papeles con contenido científico. Debido al desorden de los documentos, el Sindicato, que así se llamó al grupo de cuatro estudiosos del legado newtoniano, se topó con textos alquímicos y teológicos que deberían ser devueltos al Conde de Portsmouth por contravenir el acuerdo. Pero, al menos, podrían ser estudiados.

Todo ello bastó para que, a pesar del interés y la insistencia por poseer tales documentos, pasaran dieciséis años sin que los encargados de su catalogación llegaran muy lejos: el método de Newton no se ajustaba a los requisitos racionales que Cambridge aconsejaba a sus estudiantes para que estos pudieran llegar a ser como Newton. Sin embargo, tras década y media sin publicar nada sobre el legado, al final se atrevieron con algunas conclusiones, las cuales salvaban al padre de la física moderna de cualquier simpatía por lo irracional: los diferentes borradores y versiones de un mismo ensayo sobre alquimia o teología no eran la prueba de su interés por el mismo y el síntoma de un largo y dinámico proceso de reflexión sobre un asunto al que le daba muchas vueltas. Todo lo contrario: sin duda, y debido a su hermosa caligrafía, Newton se había obsesionado con la escritura hasta el punto de hacer prácticas con cualquier tema.

Y, aunque los papeles que quedaron en Cambridge estuvieron a disposición de cualquiera desde 1888, apenas despertaron interés alguno durante sesenta años, hasta la década posterior a la Segunda Guerra Mundial.

Tampoco volvería a prestársele demasiada atención a lo que quedó en Hurstbourne Park hasta que, en la década de 1930, y debido a la progresiva decadencia del sistema aristocrático de grandes propiedades, imposible de mantener por una nobleza con pocos recursos para las nuevas formas del siglo XX, el heredero de turno, Gerard Wallop, decidió subastar el legado de su ancestro, aprovechando la fiebre de coleccionismo que arrasaba las centenarias bibliotecas nobiliarias de Gran Bretaña.

En 1936, la casa Sotheby sacaba a subasta “los papeles de Sir Isaac Newton”: tres millones de palabras escritas por su mismísimo puño; 1.250.000 de ellas estaban dedicadas a asuntos de teología; 650.000, a alquimia; 250.000, a cronologías. Al menos, eso afirmaba el catálogo.

Por lo general, a los coleccionistas no solía importarles la temática, sino la historia material de los documentos que compraban, quiénes los escribieron, quiénes los poseyeron, en qué lugares criaron telarañas y cosas así. Pero hete aquí que, en la subasta de Newton aparecieron dos figuras que sí estaban interesadas en el contenido: John Maynard Keynes y Abraham Yahuda. El gran economista de la primera mitad del siglo XX era un apasionado del misterio y estaba seguro de que las obras de los grandes pensadores que en el mundo habían sido no eran sino la superficie de un profundo océano de significados aún por descubrir. El segundo era uno de los más afamados expertos en filología hebrea y sabiduría rabínica de la época. El primero pujó por una considerable cantidad de textos alquímicos; el segundo, por los ensayos de teología.

Las decenas de lotes que se subastaron disolvieron el legado de Newton. Fueron numerosos los compradores y ninguna institución británica importante –Cambridge, Oxford, Trinity, Museo Británico— estuvo presente para luchar por él. La Universidad de Cambridge tranquilizó a los más indignados, haciéndoles saber que su catálogo de 1888 bastaba para hacerse una idea de lo verdaderamente importante. El resto no valía la pena.

Poco después de la subasta, Keynes se dio cuenta de que quería más papeles de los que ya tenía y, de paso, se sintió responsable de reunir lo que Sotheby había separado. Aprovechando sus contactos en el mundo de las subastas, comenzó las negociaciones.

Puesto que su intención era donar los papeles a una institución de referencia para honrar la memoria de Newton, no le fue difícil convencer a muchos de que le vendieran sus adquisiciones. El gran obstáculo en su camino fue Yahuda, que no quería vender, pero sí intercambiar algunos papeles: Keynes tenía documentos de teología que interesaban a Yahuda, y Yahuda se había hecho con otros de alquimia por los que Keynes estaba realmente interesado.

Así pasaron los años, pero el legado seguía dividido, aunque ambos acordaron compartir públicamente los resultados de sus estudios sobre los documentos que poseían. Por primera vez en tres siglos, alguien se había tomado la molestia de estudiar a fondo, y hacerlo saber, el pensamiento del más grande filósofo natural de la historia.

Según ya había confirmado Yahuda en una carta de 1938 a Keynes, Newton estaba muy lejos de ser un vulgar supersticioso de la alquimia o un simple charlatán de la cábala. Keynes confirmó que los estudios esotéricos fueron simultáneos a los tiempos en que escribía los Principia Mathematica; no había locura a la que culpar por los deslices del genio, salvo que ésta, y no el método racional, hubiese generado también las leyes de la física clásica.

Con motivo del tricentenario del nacimiento de Isaac Newton, entre finales de 1942 y comienzos de 1943, Keynes dio varias conferencias cuyo contenido quedó recogido en un breve ensayo: Newton, the man. El mensaje fundamental era que Newton no era quien todos creían o habían querido creer. No era un dechado de virtudes, como quiso el siglo XVIII, ni un modelo de racionalidad, como quisieron todos los siglos, ni el científico perfecto en su método, como habían soñado los decimonónicos sacerdotes de la ciencia pura e inmaculada, fieles creyentes del dogma de la objetividad eterna.

Isaac Newton fue, dice Keynes, un continuador de las viejas tradiciones que entendían el universo como un todo interconectado:

Newton no fue el primero de la era de la razón. Fue el último de los magos, el último de los babilonios y sumerios, la última gran mente que contempló el mundo visible e intelectual con los mismos ojos con que se empezó a construir nuestro patrimonio intelectual hace menos de diez mil años. Isaac Newton, un niño póstumo, nacido sin padre el día de navidad de 1642, fue el último niño prodigio a quien los reyes magos pudieran rendir un homenaje sincero y apropiado.

¿Por qué fue un brujo?, se pregunta Keynes:

Porque consideraba todo el universo y todo lo que hay en él como un acertijo, como un secreto que podía ser revelado aplicando el pensamiento puro a ciertas evidencias, a ciertas claves místicas que Dios había puesto en el mundo para permitir que una hermandad esotérica se dedicara a una suerte de cacería de tesoros entre filósofos.

Y concluye:

Cuando uno cavila sobre estas misteriosas colecciones, parece fácil comprender –con una comprensión que, espero, no se falsee hacia ninguna otra dirección—a este extraño espíritu, que fue tentado por el Diablo a creer, en la época en que estaba resolviendo tantas cosas dentro de estas paredes, que podía alcanzar todos los secretos de Dios y de la Naturaleza por medio del puro poder de su mente: Copérnico y Fausto a la vez.

Keynes donó todo el material que había logrado reunir al King´s College de Cambridge. Por su parte, Yahuda, quien había tenido que huir del terror que asolaba Europa y que encontró la protección de Albert Einstein en Estados Unidos, se llevó consigo los documentos de teología para seguir profundizando en ellos y pasar el resto de su vida defendiendo lo que él consideraba que era el espíritu conciliador de Newton, a quien mostró como un buscador de una sabiduría primera, la filosofía perenne que se escondería tras los textos canónicos de las diferentes religiones y que sería, según esto, común a todas ellas.

Según las cartas existentes, Einstein tuvo acceso a los archivos de Yahuda poco después de que éste llegase a Estados Unidos y le solicitase ayuda para encontrar una institución dispuesta a acoger el legado. Pero, si bien Einstein se mostró aparentemente entusiasmado con los documentos y consideró su publicación de gran valor para comprender la forma de pensar de Newton, en una entrevista de 1955 realizada dos semanas antes de morir, afirmó que era necesario respetar la voluntad del matemático inglés, pues si había dejado tales documentos almacenados en cajas privadas y sin instrucciones para su publicación, así habrían de continuar por respeto a su memoria. Sin duda, decía Einstein, había asuntos personales que no deberían ver la luz.

Curiosa afirmación, cuando tantos grandes pensadores de Occidente han visto violada su privacidad, y cuando Newton pudo haberlo quemado todo antes de morir.

Con todo, si los documentos de Keynes descansaron en Inglaterra, los papeles custodiados por Abraham Yahuda acabaron almacenados en la Universidad Hebrea de Jerusalén.

Fuese cual fuese la verdadera posición de Einstein, y fuesen cuales fuesen los motivos para una u otra postura, ambas incompatibles, para Yahuda, los papeles de Newton mostraban a un hombre que tuvo que esconderse de su tiempo para poder seguir pensando lo que estaba prohibido pensar. Su maldición por querer ir más allá de los dogmas de los hombres fue tener que guardar silencio incluso después de muerto. Su sobrina falleció sin ver publicado el pensamiento de su tío, los editores dispuestos no llegaron a tiempo, los herederos custodios quisieron hacer olvidar al mundo que tal legado existía, los académicos inventaron para sus universidades un método “newtoniano” objetivo y racional de estudio e investigación que el propio Newton fue incapaz de imitar…

Durante los años 60 y 70, el esoterismo de Newton despertó pasiones, sobre todo a raíz de los trabajos de Frances Yates sobre el iluminismo rosacruz en el siglo XVII, mostrando así la pervivencia de una tradición oculta en el pensamiento occidental moderno, y de las interpretaciones de Carl Gustav Jung en relación a la alquimia, a la que veía como un método de desarrollo psíquico –aunque, como él mismo afirmara, si bien esto podría ser aplicable a sus orígenes gnósticos, no todos los alquimistas medievales y renacentistas tuvieron que ser conscientes de ello; de hecho, fueron muchos los que persiguieron realmente la transmutación de los metales, ajenos a la simbología hermética—.

Sin embargo, y como suele pasar con estas cosas, los estudios serios sobre los papeles se diluyeron en un marasmo de acercamientos afines a la llamada New Age, lo cual no ayudó mucho a que el interés académico siguiera en aumento.

El caso es que, a día de hoy, casi trescientos años después de su muerte, no se ha publicado jamás una sola edición de las obras completas de uno de los más grandes nombres de la historia de la humanidad. Por suerte, internet ha solventado esa ausencia y son varios los proyectos encargados de digitalizar los papeles que han llegado a nuestros días.

Más que hablar de sí mismo, el legado de Newton habla del mundo, del suyo presente y futuro, y del nuestro contemporáneo. De un mundo que, en su sinrazón, presume de poseer una racionalidad que lo aúpa en la cumbre del logro epistemológico. Sin embargo, echando un vistazo a los chascarrillos de la historia, se antoja que aún está por descubrir el primer ser humano racional.

Si es que acaso tal ser fuese posible, claro. Como dice Sarah Dry en el epílogo a su libro, es muy significativo el hecho de que todavía hoy sean mayoría quienes se sorprenden al descubrir que un científico tiene ansias de ir más allá de un pensamiento cercenado por el método y limitado al mundo de lo tangible.

Todo un tema para reflexionar sobre qué le ha pasado a esta civilización que, o se ha olvidado de la complejidad del ser humano, o se ha convencido de que esa complejidad no es parte de la realidad, sino una “anormalidad” cuya extirpación es conveniente.

La constitución de la ontología supone ciertos saberes sometidos, los cuales son descalificados como demoníacos o como incompetentes: ingenuos, jerárquicamente inferiores o muy por debajo del nivel de cientificidad exigido. Uno de esos saberes fue la cábala, frente a la cual la censura metafísica permanece, ya no como la imposición de una no-lectura, sino como su deslegitimación: sobre ella no debiese hablarse en serio, menos en la universidad. Sin embargo, la tradición se encarga también de ocultar su trabajo sucio, la violencia que genera su sistema de exclusiones y el mecanismo más profundo que lo sustenta: lo inquisitorial. Estamos entonces ante dos formas de pensamiento que han sido enmascaradas o simplemente sepultadas para asegurar la coherencia del discurso oficial de Occidente y a las cuales podemos acceder recientemente gracias a los malabarismos de la crítica erudita.

(Andrés Claro, La Inquisición y la Cábala)

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