Breve inventario de miedos personales

Publicado el 04 junio 2014 por Regina

Como en casi todos, de niña la oscuridad era un problema. Me encantaba jugar a los escondidos, subirme en las matas, pero cuando anochecía, las sobras se tornaban oculto peligro, hombres del saco que venían a llevarme, y corría hacia la seguridad de los mayores y de la luz.
Otro de los miedos importantes de la época era enfermarme en vacaciones. Con un padecimiento crónico de la garganta, una amigdalitis atravesada me dejaría sin el baño de playa; y tenía razones para temer de los catarros a mi alrededor o de cierto ardorcillo al tragar, o de un ventilador demasiado fuerte durante la noche.
Aquellos miedos cedieron lugar a otros, banales o importantes, pero no por eso menores: el miedo a suspender un examen, a perder un novio, a engordar, a no parecer demasiado combativa en época de definiciones ideológicas dado mi lastre pequeño burgués.
Total, hace años que los baños de playa perdieron encanto para mí, por culpa del sol que nos persigue a todas partes en esta islita caribeña; ya tuve todos los novios que iba a tener, examiné cuanto tema iba a examinar y terminé engordando. Lo de la burguesía que me persiguió como un espectro en mi juventud, no compite con los que mantienen un discurso de barricada, pero viven en las antiguas casas y según los modos de la burguesía derrocada.
Sigo siendo miedosa, solo que los miedos cambiaron. Tuve un ataque de pánico en vez de un parto el día que me hicieron la cesárea para sacar a mi hijo. Recuerdo que para homenajear a Orlando Zapata me vestí de blanco en el anivfersario de su muerte y anduve con un gladiolo en la mano. Un auto que se detuvo a preguntarme una dirección por poco me produce un infarto. El pasado diez de diciembre fue otra buena ocasión para ejercitar el miedo.
Muy recientemente, feliz al regreso de un seminario sobre periodismo ciudadano y redes sociales en Lima, Perú, fui llevada al “cuartico” por los funcionarios de la Aduana. No había sobrepeso, nada fuera de lo estipulado por la ley, pero hicieron una revisión pormenorizada de mi equipaje, y retuvieron para la “inspección aduanal” SCAN0000 una laptop con su cargador y su mouse, una videocámara con dos trípodes y cuatro memorias, dos discos externos, todo nuevo en su estuche original, además de mí cámara fotográfica, mi tableta, una memoria usb y mi teléfono, este último, tan llevado por olvido, que ni cargador tenía; artículos que a la salida de Cuba no era necesario declarar por ser de uso personal.
Los otros artículos de la sospecha fueron cuatro libros escritos por mi marido, que también salieron conmigo, un libro sobre redes sociales que me regalaron y la carpeta con el currículo de los conferencistas y mis notas manuscritas del curso.
Les hablaba del miedo. Todos esos artículos de valor muchas veces salen del equilibrismo de ahorrar dinero, como no sentir una punzada en el estómago al verlos desaparecer en un saco, que por muchos sellos que tenga, puede ser canibaleado. A esa hora me vinieron a la mente los casos de robo en la aduana. Pero no fue ese el miedo mayor. Con las manos cruzadas sobre las piernas para no denotar el nerviosismo, vi como impunemente se quedaron con una parte de mi intimidad. Lo poco que hablé fue para dejar clara la arbitrariedad de la que era objeto. No gasté energías, pues aquellos funcionarios daban la cara por otros funcionarios; los de la policía política que ordenaron la medida.
Entonces se produce un miedo raro, porque no pensé en abandonar mi postura crítica y abierta frente al gobierno. El miedo, que produce cantidades saludables de adrenalina, me confirma lo nefasto de un régimen que, lejos de servir, se permite pasar sobre el ciudadano, sobre el soberano.
Es hora ya de recuperar esa soberanía.