Breve reseña de Ignacio Ellacuría, “Historicidad de la salvación cristiana”, en: Escritos teológicos I (San Salvador: UCA Editores, 2000)

Por Zegmed

Imagen tomada http://www.elperiodico.com/es/noticias/internacional/salvador-deniega-extradicion-espana-presuntos-asesinos-jesuita-ignacio-ellacuria-1762461

En este texto, siguiendo el marco de textos filosóficos anteriores, Ellacuría pone el énfasis en “el carácter salvífico de los hechos históricos”, esto es, “en ver qué hechos históricos traen salvación y cuáles otros condenación, qué hechos hacen más presente a Dios y cómo en ellos se actualiza y se hace eficaz su presencia (536). En ese sentido, el autor mantiene que a pesar de que ella tiene dimensiones políticas, la teología de la liberación debe entenderse como una teología del reino de Dios (539), esto es,  una teología que pone el énfasis en aquellos locoi en los cuales la presencia de Dios se revela más plenamente. Para Ellacuría, epistemológica y cristianamente, el lugar privilegiado para tal revelación es aquel donde se pone en práctica la opción preferencial por el pobre (539). De esto se sigue que no se puede separar, más que abstracta y artificialmente, la obra de Dios del obrar humano (540). La separación, normalmente, está al servicio de intereses particulares que ideológicamente velan la verdad (540). Es por eso que, en consonancia con Gutiérrez, Ellacuría habla de una sola historia de salvación (541). Todo esto lleva a una concepción diferente de la trascendencia, según la cual “trascender” no implica un “trasciende de”, un “fuera de”, sino un “trascender en”. De tal modo, lo que está a la base de la historia de la salvación es una trascendencia en la historia, es decir, incorporando lo humano (542). El misterio trascendente de la humanidad de Jesús es el mejor ejemplo (543).

Para sustentar esta posición más claramente, Ellacuría presta atención tanto al Antiguo como al Nuevo Testamentos. En el Antiguo Testamento, el autor ve en la figura de Moisés el ejemplo de esta trascendencia intramundana de Dios: Yahveh es el Señor de la historia (547-548). Ahora bien, es precisamente esta dimensión histórica de la trascendencia lo que hace patente el carácter opresivo del presente, en nuestro caso y en el de Moisés. Así, dicho estado de cosas histórico enfatiza no solo el rol creador y perdonador de Dios, sino su carácter de Dios-liberador (550). Justamente porque el Dios de Israel es un Dios liberador que se integra a la historia humana, esta historia es excedida en sus propios límites y queda abierta a un futuro absolutamente nuevo, se convierte en una historia de ascenso hacia Dios, en una historia de salvación (551). Luego, la conexión Dios-pueblo es fundamental. Es por amor a su pueblo, oprimido por los señores de este mundo, que Yahveh cobra un rol radicalmente activo en la historia y la proyecta, a través de sí, fuera de sí (552). La radical conexión Dios-pueblo se da en el contexto de su opresión de este último: lo profano es ahora el lugar más explícito de la revelación de Dios (553). Moisés, en este contexto, se vuelve una figura teológica decisiva: Moisés el hombre es el agente liberador de Israel, pero él es también el mediador puesto por Dios para llevar a cabo tal liberación de raíces divinas. En cierto sentido, Moisés y Dios, lo humano y lo divino, se vuelven indiferenciables (553-554). Este marco le permite decir a Ellacuría que, en un primer momento, la salvación y liberación son materiales, socio-políticas, “profanas”; sin embargo, en un segundo momento, esa “materialidad” se reconfigura en el contexto de la historia de salvación como lugar privilegiado de la revelación y la presencia de Dios (555). Así, Ellacuría afirma: “Lo paradigmático está, entonces, en que donde se repita históricamente lo que en la escritura se expresa como teopraxía, entonces puede verse en esa praxis determinada una teofanía” (556). Con esto se rechaza todo dualismo y se apunta a una unidad histórica entre Dios y el hombre, cada uno en el otro (557). La relación Yahveh-Moisés es el ejemplo perfecto (558). En la misma línea, Ellacuría apunta con agudeza que así como la naturaleza es el lugar de despliegue de la presencia “natural” de Dios; la historia, en cambio, es el lugar de su revelación “sobrenatural”. Esto es así, como Ellacuría indica en otro lugar, debido a que la realidad histórica condensa de modo más pleno la mayor densidad ontológica de realidad[1].

El segundo momento de su reflexión conduce a nuestro autor al Nuevo Testamento. Para Ellacuría el punto central, a partir de su lectura del evangelio de Juan, es entender a Jesús como el nuevo Moisés. Su novedad, sin embargo, constituye un cambio cualitativo radical, a pesar de que la presencia liberadora permanece. Quizá el punto que Ellacuría más destaca es el cambio decisivo respecto de la concepción del poder: el reino que trae Jesús es un reino que libera, pero sin poder y sin fuerza, o, si se quiere, no con el poder y la fuerza política de la teocracia, sino con una liberación que viene desde el pueblo guiada por Dios (567). La Iglesia se convierte aquí en el nuevo lugar de salvación, en el nuevo pueblo de Dios. No toda manifestación de ella, claro, sino aquellas que son verdaderas, es decir, genuinamente liberadoras (568). Nuevamente, el tema de la unidad de la historia aparece aquí (3.1)[2], unidad que es experimentada con plena naturalidad por la religiosidad popular: concebir a Dios desconectado del mundo es algo que difícilmente engrana con esta mentalidad (571-573). Este asunto más específicamente se encarna en la relación entre lo natural y lo sobrenatural (3.2), algo que nuevamente se encarna en el imaginario popular latinoamericano en la categoría de “voluntad de Dios” (576). Ahora bien, si hablamos de voluntad, eso lleva al juico de valor sobre aquello que encarna la voluntad de Dios. Ciertamente, la situación de América Latina, sostiene Ellacuría, no obedece la voluntad divina y, más bien, reproduce estructuras de pecado que la contradicen y esconden (576-577), pues “la muerte del pobre es la muerte de Dios, es la crucifixión continuada del Hijo de Dios” (577). Nos encontramos, pues, en el contexto del problema pecado-gracia (3.3). La creación, para Ellacuría tiene como destino volver a Dios, su fuente originaria (578), razón por la cual el mundo está marcado por su dimensión teologal[3], por la especial presencia de Dios en él, por el carácter de pequeño Dios, de absoluto relativo de todo ser humano (579). De ahí que cuando nos encontramos con la negación del dinamismo de la vida trinitaria en nosotros estamos de cara a lo que formalmente se conoce como pecado (580), es decir, la absolutización de lo limitado desde el hombre (idolatría) en lugar de absolutizarlo desde Dios (dimensión teologal) (580). El punto es, pues, determinar dónde está la gracia y dónde el pecado (3.4). Ellacuría responde que todo lo que oprime y perpetúa la pobreza está en contra de la voluntad divina y, por tanto, bloquea la manifestación de la gracia. Correlativamente, entonces, son los pobres los preferidos de Dios y es a partir de ellos que se comprende mejor la trascendencia histórica cristiana, a saber, el anonadamiento que lleva a la exaltación (582). Esta paradoja remarca la nueva concepción del poder que Jesús encarna (3.5): ni teocracia, ni huida del mundo, sino transformación histórica (585-587). Es Dios quien salvará la historia en los pobres (587). La persecución de muchos por entrar en solidaridad con los pobres y tratar de configurar la praxis histórica de salvación en y desde ellos es un signo de la eficacia y la verdad de tal praxis. Esto conduce al punto final de Ellacuría (3.7), a saber, la dimensión personal de la trascendencia histórica cristiana. Esto conduce a una espiritualidad de la contemplación en la acción, como sostiene Gutiérrez (589), una acción que en el contexto Latinoamericano es acción liberadora y combate del pecado histórico que constituye la negación del hombre (590). La contemplación, sin embargo, debe ser genuina, debe pasar por el esfuerzo de encontrar subjetivamente a Dios en las obras objetivas de liberación (592) y esto pasa por encontrar en Jesús –y no primariamente en la praxis— la revelación de la voluntad de Dios (594).


[1] Véase Ignacio Ellacuría, Filosofía de la realidad histórica (Madrid: Trotta, 1991), 38-42.

[2] En esta sección, así como en la siguiente, coloco entre paréntesis las subdivisiones que el propio Ellacuría establece en sus textos.

[3] Para más detalles sobre lo “teologal”, véase Kevin Burke SJ, The Ground beneath the Cross: The Theology of Ignacio Ellacuría (Washington, D.C.: Georgetown University Press, 2000), 31.