Yo es que ya morí una vez.
Claro. Dicho así parezco alguien con un grave problema. Pero es que una noche de lluvia fina. Entre la oscuridad y luces tenues. Morí. Y de uno u otro modo. No sé si se puede decir sin parecer un tarado. Pero es que yo morí. Y resucité.
El caso es que socialmente está admitido. Es casi una obligación. Ya se sabe. Contratos y copa de celebración. Yupi. Como un ritual. Casi religioso. Y eso que la mayoría demonizamos el aspecto de las religiones por considerarlas retrógradas. Alienantes. No sé. Puede que sí. Pero las obligaciones sociales son una religión. Con sus sacerdotes. Sus pecados. Sus demonizaciones. Sus dogmas irrefutables. Y sus ritos. Ya me entendéis.
Y aquella noche no tuve más remedio que beber. Aquellos malditos japoneses y su sake. Su ritual de brindar por todo. Por todos. Y la maldita costumbre tan mediterránea de picarse con cualquiera. Por ser el más. De lo que sea. Da igual. Y claro. Estaba dispuesto a demostrar mi hombría con la habilidad llevada al extremo. Ser capaz de aguantar en el cuerpo la cantidad de alcohol suficiente y tumbar a todos aquellos caballeros orientales. A base de aguardiente de arroz fermentado.
No recuerdo demasiado. Sé que no gané. Eso está claro. Porque allí. Tambaleándome en el centro de aquellos biombos. Fui vitoreado por algunos de los trajeados más antiguos. Que todavía estaban de pie.
Watashi wa anata o tosuto.
Y levantaron los vasitos plateados. En una fórmula repetida hasta la saciedad.
Recuerdo la puerta del taxi. Y el diminuto taxista. Era como un niño. Con arrugas. Y mirada de ratón. Creo incluso haber visto unos bigotitos asomar en el espejo retrovisor mientras me sentaba. Me reí. Como se ríen los borrachos. Con estruendo. Sin rubor.
El vehículo se puso en marcha. Recuerdo haber sentido la humedad en el pelo. Y en la camisa. Porque ya no llevaba chaqueta. Ni corbata. Supuse que llovía. Eso debía de ser. Fue cuando noté el movimiento por las calles. Nos movíamos a un ritmo vertiginoso. Velocidad y curvas mareantes. Y ya sabéis. Qué queréis que os diga. Sentí el mareo y lo peor. Esas ganas de vomitar que no se pasan con nada. Intenté avisar al taxista. Que ahora claramente era un ratón. Creo que balbuceé algo ininteligible. Pensé en no contrariar al roedor que me llevaba. Intenté que parase. Parecía imposible hacérselo entender. Y entonces supe que no podía más. Y abrí la puerta.
Fue un acto reflejo. Ni velocidad. Ni miedo. Sólo la sensación de tener que salir de allí. Y no manchar la tapicería.
Salí volando. Sabéis lo que os digo. La sensación fue realmente de volar. Llovía. Eso sí que lo recuerdo.
No sé cuánto tardé en caer. Me pareció una eternidad. La ingravidez. Y mi sesera. Reblandecida y pesada. Noté los faldones de mi camisa mojada. Mis manos hacia delante. En un acto reflejo de protección. La sensación ahogada de querer gritar sin conseguirlo.
Y oscuridad.
Watashi wa anata o tosuto!
Un momento. Pensé. Alguien está brindando.
Y abrí los ojos. Os lo juro. Estaba en la misma estancia. En el mismo futón en el que ya había estado. O es que no me había levantado todavía.
Sentí la camisa mojada. El pelo completamente encharcado. Me faltaba un zapato. Y no supe discernir si llevaba la corbata. Aquellos trajeados seguían brindando por mi. Y el encargado del local se me acercó para decirme que mi taxi me esperaba.
No sé cómo fui capaz de levantarme sin caer redondo allí mismo. No daba crédito. Había sido tan real como lo que me había parecido. O qué coño había pasado. Y entonces el taxista me abrió la puerta. La misma cara arrugada de niño. Los mismos bigotitos ratoniles. Y os aseguro que se me había pasado el pedo del tirón.
Sentado en el asiento de atrás. Mojado. Sin un zapato. Y con la sensación de deja vû. Que realmente acojona. El taxista se puso en marcha. Esta vez la sensación era de suavidad. Como si la conducción fuese sobre un río. No sé si me explico.
Morir es doloroso. Duele más de lo que parece. Me dijo. Entendí perfectamente lo que me estaba diciendo. Con una perfecta dicción de japonés académico. Y uno se siente terriblemente solo. Parece imposible que se pueda sentir tanta soledad a la vez. Pero es que lo que no muere no puede resucitar.
Me di cuenta que lo había leído en aquel libro de Murakami que solía llevarme en mis desplazamientos por el metro. Lo que no muere no puede resucitar. Y viviendo nos dirigimos a la muerte. Y os juro que movió los bigotitos en una mueca que me hizo enderezarme. Y comprobar que estaba en aquel vehículo. Por las calles de aquella megalópolis.
Desde entonces. Cada mañana. Cada nuevo día. Me enfrento al espejo. Mirada con mirada. Resuelto a abandonar la religión social de las costumbres imbéciles. Y me digo a mi mismo. Sereno. Y limpio.
Watashi wa anata o tosuto. Brindo por ti.
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