Libre de las sombras tétricas del bosque y con una sensación de alivio, envainó su espada, se ciñó la capa con más firmeza y se acuclilló por un momento en la pendiente suave de la orilla del río.
Allí, mientras observaba el indolente fluir de las aguas, recobró el aliento y el rumbo. Por un momento se había creído perdido y había sacudido la espada en los corredores desconocidos, consciente del pánico que lo embargaba.
En un día como aquel, festividad de Samain, hasta los mejores guerreros de su padre, hombres que no temían a nada ni a nadie, sentían miedo, y no se avergonzaban de ello. El cielo había estado gris todo el día y se había levantado un viento recio y violento.
Pronto llovería, pero Caradoc se retrasó, reticente a dejar la hierba húmeda; no obstante, se sentía inquieto por la inminente caída de la noche y porque los árboles a su espalda susurraban oscuros secretos que no podía entender.
Se estremeció, pero no de frío, y, malhumorado, se arrebujó todavía más bajo la capa para pensar en todos los Samain que había visto ir y venir. Sus recuerdos más remotos estaban cargados del mismo temor que lo había sobrecogido en el bosque: de su padre, Cunobelin, sentado como una sombra gigante contemplando el fuego; de Togodumno, su hermano, y Gladys, su hermana, callados y ajenos, abrazados a los pies de su padre; de su madre en la cama estrechándole con los brazos rígidos.
El pavoroso viento otoñal ululaba alrededor de las pieles que tapaban las puertas, y las caricias de la noche hacían crujir el techo de paja que los cubría.
Fuente: - "'Águilas y cuervos' -Pauline Gedge, capítulo I. Otoño del año 32 d. C.". Comparte: Facebook Twitter Google+