BUSCO DE LOS SIGLOS LAS YA BORRADAS HUELLASMaría Jesús Ma...

Publicado el 09 febrero 2014 por Chus

BUSCO DE LOS SIGLOS LAS YA BORRADAS HUELLAS
María Jesús Mayoral RocheMe encargaron que diera respuesta a las "Cartas literarias a una mujer" de Bécquer, ésta es una de ellas. Un poco de romanticismo no nos vendrá mal.


Perdona, amor, mi silente respuesta a tu evocadora ensoñación. La mujer, cuando el poeta la convierte en musa, se vuelve antojadiza y caprichosa; creyéndose tan admirada, se erige sobre un pedestal de vanidad cuan diosa voluptuosa de mirada esquiva y sonrisa maliciosa; imaginando ser una escultura griega digna de la alabanza de los hombres y de la envidia de las mujeres.   ¿Recuerdas, amor? A propósito de declararme tu pasión por ella, te pregunté: “¿Qué es poesía?” Me respondiste titubeando: “La poesía es... “   Yo adelanté la cabeza para escuchar mejor tus palabras. Mis cabellos caían a su antojo dejando sombrear mi frente, pendiendo de mi sien, rozando mi mejilla, hasta descansar en mi seno. Mis ojos, febriles, se reflejaban en los tuyos ahítos de una admiración ciega. Y entre mis labios, deliberadamente, dejé escapar esa atenta ingenuidad deseosa de arrancarte las palabras.   Tú creíste, que aquella graciosa estampa mía era así de natural. No, amor. Debo confesarte que las mujeres sabemos componer bien nuestros encantos a la hora de seducir.   Aquella pregunta te cogió por sorpresa, te quedaste sin saber qué decir, sin saber adonde mirar. Finalmente, volcaste toda la fuerza de tu mirada en la mía y exclamaste: “¡La poesía, la poesía eres tú!”   Sí, me desilusionó aquella respuesta, pues la consideré más bien como un halago y no como la definición cabal, propia de un poeta.   Yo deseaba saber lo que era la poesía para ti, porque deseaba pensar como tú, hablar de lo que tú hablabas, sentir como tú, penetrar en el santuario secreto de un poeta.   Sí, debo decirte que lo he descubierto. Ahora eres tú quien palidece y deja escapar esta carta de tus manos. En ese interior repleto de tesoros y misterios, donde tu alma se complace y deleita, se levanta una fortaleza inexpugnable, tan infranqueable, que nadie puede acercarse siquiera a escalar su lienzo amurallado. Y yo, ingenua de mí, pretendía entrar donde se fraguan y revelan las ideas, donde el poeta consuma su más puro placer hasta amalgamar los sentidos y las formas, sin comprender, que ese universo estaba reservado únicamente a ti, por ser patrimonio exclusivo de tu poder creador.   Sí, sembré la duda en ti y a cambio te regalé mi silencio. Tú proseguiste, algunos días después, intentando aunar las definiciones más innovadoras con las más clásicas. Sin embargo, a mí me seguía interesando tu opinión y no la de los demás: tener acceso a tu mundo, y no aprovechar la intimidad que me brindaba nuestras confidencias, hubiese hecho que me perdiera el momento mágico en que descubrí cómo el hechizo de tu palabra se transformaba en letra. En las letras que llenaron aquellas Cartas literarias que me dedicaste. ¿Recuerdas?   Sí, amor. He decidido despertar de mi luctuoso letargo, salir de mi argentada crisálida sellada con fechas y letras a inglete, con el fin de hacerte llegar aquella respuesta que se rompió con un silencio, porque la separación nunca fue una amiga fiel de los amantes.    ¡Ah, amor...! Me hablaste de literatura por satisfacer, más que nada, aquel capricho mío. Pero la curiosidad de las mujeres no se sacia sólo con bellas palabras, que ésas, bien sé, nunca te faltaron. La poesía y tus sentimientos eran una misma cosa: la poesía es el sentimiento y el sentimiento es la mujer. Así me lo expresabas. Y ésa era, precisamente, la parte que me tocaba a mí en todo aquello. No, no lo entendí. No quise entenderlo. Yo necesitaba otra cosa.   Quería entrar en tu santuario interno, incluso me hubiese conformado con pisar su umbral, pero no tuve opción a ello. La poesía es en el hombre una cualidad puramente del espíritu; reside en su alma. Eso me decías y apostillabas: En la mujer la poesía está como encarnada en su ser. Finalmente me recomendaste: Deja esta carta, cierra tus ojos al mundo exterior que te rodea, vuélvelos a tu alma, presta atención a los confusos rumores que se elevan de ella, y acaso la comprenderás como yo. Ciertamente hice lo que dijiste y no oí nada.   Recuerdo que tus palabras se convertían en una dulce cantinela para mis oídos, mientras, tu mirada me sumergía en un mundo de pensamientos que me parecía ser el tuyo. ¡Qué gratas y extrañas sensaciones me hiciste sentir, amor!   Pese a todo continué, de manera infatigable, en la búsqueda de aquel santuario. Era como un eco que me llamaba y atraía de manera irremediable hacia algún lugar desconocido, sintiéndolo de una forma tan espiritual que me dejaba sin emociones.   Leí todo cuanto escribiste e intenté buscar la clave a todo cuanto contabas. Lejos de hallar respuesta alguna, una maraña de confusión se adueñó de mis pensamientos sin saber hacia donde dirigirme. A veces, la misma obsesión es la que nos impide avanzar. Hojeé de nuevo “Cartas desde mi celda”, abrí el libro al azar y allí encontré la respuesta que tanto esperaba: Veruela. Ahí estaba el santuario que tan desesperadamente había estado buscando, ahí estaba la réplica exacta a tu santuario interior. ¡Qué extraña liberación aporta el descubrimiento de algo que, en cierta manera, te encadenó en vida!    Veruela fue para ti la inspiración, la salud, la calma en medio de la tempestad de tus pensamientos; allí creaste formas, despertaste a nuevas sensaciones, forjaste imágenes; allí ambos santuarios se abrazaron para crear incesantemente, sin dar tregua a las ideas, a los sentidos, que soliviantados, se apoderaban y crecían dentro de ti con toda la fuerza renovada de su poder creador.   En ese vagar sinuoso en que mialma ahora se complace, perdiéndose en el rastro de tus días más vividos; sólo un único lugar parece detenerla, anclarla: Veruela.Te siento aquí, amor, en este claustro réplica del cielo en la tierra que tú cruzaste cubierto de ortigas; te veo ahí, bajo los arcos ajedrezados, pasando tu índice, una y otra vez, por las inscripciones de la lápida ponderal. Me apoyo en el brocal, me asomo al pozo, y en sus viejas aguas tu rostro parece reverberar entre las mismas. Entro en la iglesia y todavía escucho tu respiración jadeante por la carrera de un anochecer apremiante: el crepúsculo, cubierto de intensas tonalidades que parecían diluirse sobre el Moncayo, te dejaba enardecido en el camino de la ermita; y era ese fresco atardecer, orquestado por el abaniqueo de las hojas de los árboles y los trinos dispersos de los pájaros, el que estimulaba tus sentidos hasta que, finalmente, la sombra de la noche desplegaba su manto para anunciarte que el sol había muerto una vez más.    Ningún mortal podrá allanar jamás el templo de un poeta. Sin embargo he decidido encadenar mi alma a los muros de Veruela para vibrar entre sus piedras, y de esta manera, quizá, poder rescatar tus pasos, tu respiración... y así, tal vez llegue al mágico lugar donde se componen las ideas, tus ideas.   Ahora mi deseo es convertirme en la evanescente sombra de este monasterio, en la estela eterna que recorra estos lugares, que acaricie estos rincones de los que tanto me hablaste y escribiste.