Caballo de guerra

Publicado el 20 febrero 2012 por María Bertoni

Es interesante observar que, pese al presupuesto de que los animales son inferiores, el humano les atribuyó virtudes y defectos propios y exclusivos de él. La torpeza del asno, la fidelidad del perro, la nobleza del caballo, la satanidad del gato, la abyección del cerdo, etc. son valoraciones humanas conforme a las que se jerarquizó a los animales (…), y que permanecen vigentes para injuriar o exaltar a otro humano, en tanto que los animales, por supuesto, no se han dado por enterados. Tampoco sabemos lo que piensan acerca de nosotros pero seguramente no tendrán un buen concepto”.

Las palabras de Eugenio Raúl Zaffaroni en La Pachamama y el humano irrumpen en la mente de esta blogger mientras mira Caballo de guerra. De hecho, el retrato que Steven Spielberg hace del equino Joey parece ilustrar esta imperiosa necesidad de personificar a los animales, en este caso para exaltar diferentes aristas de la nobleza mencionada: la fidelidad, la solidaridad, el coraje, la determinación, el sacrificio.

El realizador norteamericano bate todos los récords de humanización cuando filma el gesto de reemplazar al compañero condenado a la ardua tarea de desplazar un cañón obús: a esta altura Joey se asemeja, no ya a un hombre, sino a un súper hombre. En este sentido sus antecesores Crin Blanca, el corcel negro e incluso Mister Ed pierden por goleada.

Casi dos horas y media dura esta adaptación de la novela homónima que Michael Morpurgo publicó en 2007. Además de un estilo narrativo redundante, los espectadores debemos soportar otras delicias hollywoodenses.

Para empezar, nos topamos con el típico gaje idiomático que neutraliza la condición multilingüe de un relato donde intervienen personajes de distintas nacionalidades (recordemos que la historia transcurre en la Europa enfrentada por la Primera Guerra Mundial). Aquí, escuchamos un inglés hablado con acento británico, francés, alemán según la trinchera donde se desarrolla la acción y la nacionalidad de los actores contratados.

Por otra parte, asistimos a una serie de golpes de efecto cuyo punto más álgido es la escena del galope a través de campos de batalla parcelados con alambres de púas. Spielberg nos refriega primero las laceraciones que sufre el caballo, después la moraleja antibélica generada a partir del encuentro excepcional entre dos soldados enemigos.

Da pena encontrarse con actores de la talla de Peter Mullan, Emily Watson, Niels Arestrup y Eddie Marsan reducidos a la mínima expresión. Al mismo tiempo irrita una banda sonora tan poco original o tan recurrente en los dramones cinematográficos del director de El color púrpura  (y pensar que el responsable John Williams es candidato a un Oscar).

Semanas atrás Spielberg propuso incorporar una categoría animal a la disputa por la tradicional estatuilla. Si los organizadores de la 84a edición le hicieran caso, Joey (cuyo nombre verdadero desconocemos) competiría con los perros Cosmo y Uggie, y Steven haría lobby a favor de su sufrido candidato.

Evidentemente, el ardid personificador que señala Zaffaroni cuando escribe sobre derecho ambiental también le sirve a Hollywood para seguir fabricando fábulas seriales sobre (súper)herocidad humana disfrazada de proeza animal. Mientras tanto, Jean de La Fontaine se revuelca en su tumba.