En uno de los dos o tres veranos más o menos jipis de mi juventud me fui con mi novia de entonces en autoestop a Ibiza. Hacer dedo era una forma habitual de viajar, y lo que hicimos fue salir una tarde (ya bien tarde) de la calle Zurita de Madrid, mochilas y sacos de dormir a la espalda, y tras coger el metro, enfilamos la carretera de Valencia rumbo a la costa. Recuerdo que la primera noche dormimos en los pórticos de las escuelas de Motilla del Palancar, por recomendación de alguien. Y al día siguiente, a eso de las tres de la tarde, estábamos en el puerto de El Saler para tomar, hacia la medianoche, el barco de la compañía Transmediterránea que en unas ocho horas nos llevaría a nuestro destino. Hicimos la travesía en las muy económicas sillas-toldillas y, con los cuerpos molidos pero animados por el amor a la aventura, al amor mismo y en pos de las promesas ibicencas, llegamos a la entonces mítica isla muy de mañana. Teníamos el contacto de unos conocidos, pero por motivos que no recuerdo bien no logramos dar con ellos y, tras pasar el día vagabundeando por la ciudad alta y las callejuelas cercanas al castillo, decidimos quedarnos a dormir en la playa, cerca de la instalaciones de un lujoso hotel cuya piscina y duchas utilizaríamos, sin grandes contratiempos y con gran frescura, a la mañana siguiente para nuestras abluciones. Aquel fue un verano de cierto atrevimiento, incluso de locuras, aunque casi siempre bajo control, y durante él ocurrieron sucesos que ahora ni yo mismo me creería, de modo que será mejor pasarlos por alto y dejarlo todo fijado en una imagen: la del amanecer dentro de un saco de dormir doble junto al mar, con la cara cubierta de arena, los ojos borrosos, y el asombro compartido de ver galopando por la playa, hacia la salida del sol, dos magníficos caballos con sus respectivos jinetes, tal vez también una pareja, que al alejarse levantaban al paso de las olas un vuelo de espuma, mientras sus siluetas, altas, ágiles, fantásticas, se recortaban con gran nitidez sobre la bruma del fondo. Pocas veces he tenido un despertar más impactante..., seguido de un no menos poderoso sobresalto: por la bien visible trayectoria de las huellas de los animales, no tardamos en advertir que sus patas habían pasado a menos de un metro de nuestras cabezas y que el amanecer podría haber sido un tanto, digamos, traumático.¡Cabecitas locas! Debía de correr el año de gracia de 1976 o 1977. Nunca he podido precisar de qué playa se trataba. Probable es que fuera la de Figueretas o D’en Bossa. Aunque la lógica del relato apunte claramente hacia Es Cavallets.(Las Caminatas, XV - 2ª edición)
En uno de los dos o tres veranos más o menos jipis de mi juventud me fui con mi novia de entonces en autoestop a Ibiza. Hacer dedo era una forma habitual de viajar, y lo que hicimos fue salir una tarde (ya bien tarde) de la calle Zurita de Madrid, mochilas y sacos de dormir a la espalda, y tras coger el metro, enfilamos la carretera de Valencia rumbo a la costa. Recuerdo que la primera noche dormimos en los pórticos de las escuelas de Motilla del Palancar, por recomendación de alguien. Y al día siguiente, a eso de las tres de la tarde, estábamos en el puerto de El Saler para tomar, hacia la medianoche, el barco de la compañía Transmediterránea que en unas ocho horas nos llevaría a nuestro destino. Hicimos la travesía en las muy económicas sillas-toldillas y, con los cuerpos molidos pero animados por el amor a la aventura, al amor mismo y en pos de las promesas ibicencas, llegamos a la entonces mítica isla muy de mañana. Teníamos el contacto de unos conocidos, pero por motivos que no recuerdo bien no logramos dar con ellos y, tras pasar el día vagabundeando por la ciudad alta y las callejuelas cercanas al castillo, decidimos quedarnos a dormir en la playa, cerca de la instalaciones de un lujoso hotel cuya piscina y duchas utilizaríamos, sin grandes contratiempos y con gran frescura, a la mañana siguiente para nuestras abluciones. Aquel fue un verano de cierto atrevimiento, incluso de locuras, aunque casi siempre bajo control, y durante él ocurrieron sucesos que ahora ni yo mismo me creería, de modo que será mejor pasarlos por alto y dejarlo todo fijado en una imagen: la del amanecer dentro de un saco de dormir doble junto al mar, con la cara cubierta de arena, los ojos borrosos, y el asombro compartido de ver galopando por la playa, hacia la salida del sol, dos magníficos caballos con sus respectivos jinetes, tal vez también una pareja, que al alejarse levantaban al paso de las olas un vuelo de espuma, mientras sus siluetas, altas, ágiles, fantásticas, se recortaban con gran nitidez sobre la bruma del fondo. Pocas veces he tenido un despertar más impactante..., seguido de un no menos poderoso sobresalto: por la bien visible trayectoria de las huellas de los animales, no tardamos en advertir que sus patas habían pasado a menos de un metro de nuestras cabezas y que el amanecer podría haber sido un tanto, digamos, traumático.¡Cabecitas locas! Debía de correr el año de gracia de 1976 o 1977. Nunca he podido precisar de qué playa se trataba. Probable es que fuera la de Figueretas o D’en Bossa. Aunque la lógica del relato apunte claramente hacia Es Cavallets.(Las Caminatas, XV - 2ª edición)