Cuando nació Bebé Gigante, estaba tan abducida por mi pequeño, que me pasaba el día mirándo su cabecita, su cuerpo. ¡Era un ser tan pequeño! No llegó a pesar los 3 kilos al nacer, así que era como un muñeco que se movía. Un día, después de pasarme horas y horas mirándolo, me fijé en mi marido. Y lo primero que pensé fue ¡madre mía, que cabeza más enorme! En serio, a partir de ese momento, veía a todo el mundo gigante. Hasta yo misma, cuando tenía un minuto (sólo uno, no demasiados más) para mirarme al espejo, me veía desproporcionadamente grante.
Después de esta reflexión filosófica de estar por casa, la conclusión es que todo es relativo. En aquel momento, mi punto de referencia era mi pequeño y a partir de aquí, todo era a gran escala.
Pero al final, todo es y parece según nosotros lo queramos ver y según lo que tengamos a nuestro alrededor. A partir de ahí, las cabezas gigantes me sirven para extrapolar la relatividad a otras facetas de la vida.
Nada es todo o nada. Ahí lo dejo.