Había pasado tiempo desde nuestro primer encuentro. Aún recuerdo como vino a mí. Con un collar de acero en su cuello y unas telas blancas hechas harapos que tapaban su desnudez en una única zona del cuerpo. Podía ver su piel tersa, su pecho, sus piernas y sus brazos. Su rostro era tapado por su largo pelo castaño oscuro, no podía verlo con mucha claridad, apenas veía una luz que provenía de sus ojos , parecían ser celestes. Luego supe que se llamaba Cabiros, él era mi primer esclavo. Mi padre me lo trajo como regalo al cumplir los dieciocho años. Era una señorita y mi nana ya no me hacía falta, quien también era esclava; cuando llegó la peste la vi morir lentamente. Lloré y a pesar de su condición de esclava gala, nunca la traté como tal. A diferencia de muchos romanos, yo no admito la crueldad hacia los esclavos. Ellos son nuestra propiedad, pero deben ser cuidados y así no permitir perdidas en los campos ni en la servidumbre. Eso es algo que me ha enseñado mi padre. Mi madre me enseña cómo vestirme y comportarme en sociedad. También me dice que hombre me puede convenir y cual no. Ambos esperan que me case con un hombre de poder; así como mi padre. Él es jefe de unos de los ejércitos más grandes de Roma.
Cuando llegó Cabiros, le dije que para estar a mi lado debía bañarse y luego ordené a Lidia- esclava acompañante de mi madre- que le cortará el pelo. Cuando le vi, observé los ojos más hermosos jamás vistos, el traciano portaba una belleza que ningún romano portaba. Él era único y era mío. Por lo menos eso pensaba.
Pero, ¿por qué mi padre me dio a Cabiros y no lo mando a trabajar a los campos como a la mayoría de los esclavos hombres? Simplemente había una razón y una muy importante. Cabiros pasó de las minas de plata en Nubia a ser un gladiador. En estas peleas feroces- para entretener al pueblo de Capua- Cabiros obtuvo una lesión en su pierna derecha lo que impidió que volviera a pelear. Era hombre muerto si lo dejaban en la arena. A causa de que este hombre tenía ciertas cualidades, fino comportamiento y aparentaba ser más listo que el resto de los tracios, su dominus (no me acuerdo como mi padre lo llamaba, si Batiato o Batiatus) lo conservó hasta que mi padre se lo compró y se lo regaló a su única hija mujer. Mis hermanos, Caius y Gaius, ya tenían esclavas a su servicio personal. Dos por cada uno, también regalo de mi padre; pero por consejo de mi madre. Ella decía que era propio que tuvieran esclavas personales para satisfacer todas sus necesidades. En cambio, mi madre no estaba muy contenta de que tuviera un esclavo a mi lado. Decía que era más conveniente que tuviera una esclava, sin embargo mi padre prefería que sea hombre para poder servirme de guardián. ¡Y qué mejor elección que un hombre sobreviviente de la mina y de la arena!
Si iba al pueblo de paseo, a una tienda o a la casa de mis amigas, Cabiros estaba a mi lado. Creí firmemente que seguiríamos juntos, pero él tenía otros planes. Fue un año después de su llegada. La noche estaba tranquila y apacible al compás de los maúllos de algunos gatos que merodeaban por ahí. De pronto, él entró a mi habitación. Fue hacía mí para taparme la boca y me dijo al oído: – No grite señorita, sólo vine a despedirme. Hoy, mi gente y yo seremos libres. Poco a poco me fue sacando la mano de la boca. Hablamos sobre los planes que tenía, su gente estaba huyendo hacia las afueras y ahí se encontraría con él; Cabiros vino a despedirse, me dijo que estaba agradecido por el buen trato pero que quería ser libre y que las minas tanto como la arena le habían quitado años de vida. Jamás se me ocurrió gritar, mi padre me decía que nunca confiará en los esclavos, pero yo confiaba en Cabiros. Por esa razón no le tenía miedo.
No pasó más de cinco minutos que Cabiros estaba apurado para irse. Le comprendí. Mañana íbamos a ir de campo y ya había mandado a preparar una cesta. Decidí dársela. Me volvió a agradecer y se despidió con un beso en mi mano derecha. Estaba por irse, ya había vuelto a cruzar el balcón. Pero se volvió, me tomo con fuerza de la cintura y me beso. Mi primer beso fue con Cabiros, un hombre salvaje. No lo rechacé…me uní más a él. Nuestras bocas se unieron, nuestras lenguas se enlazaron. Cabiros soltó la cesta y me tiró a la cama. Sólo puedo decir que esa noche perdí dos cosas que nunca más recuperaría: mi inocencia y a Cabiros.