Caciques del siglo XXI

Por Julio Alejandre @JAC_alejandre

Antes de la llegada de la democracia proliferaban los caciques. Los hemos tenido durante el franquismo, en la república, que fue demasiado corta y no dio tiempo a erradicar el mal, y también antes, con la dictadura de Primo de Rivera, con el Borbón, con el otro Borbón, con la Restauración, con la reina Isabel y antes aún y más atrás… A lo largo de la historia de esta tierra, el caciquismo ha sido una constante.
Todos sabemos lo que es un cacique y cómo actúa: algunos, porque lo han vivido en carne propia, y otros porque lo han escuchado. En todo caso, en el diccionario viene su definición, para ilustrar a quien lo ignore.
Dice el DRAE, cacique: Persona que en una colectividad o grupo ejerce un poder abusivo. El diccionario María Moliner es más extenso y explica, cacique: Persona que ejerce una autoridad abusiva en una colectividad; particularmente, el que en un pueblo se hace dueño de la política o de la administración, valiéndose de su dinero o influencia.
Lo cierto es, retomando el hilo de la cuestión, que muchos españolitos de a pie, cuando llegó la democracia, suspiraron pensando que, por fin, se habían acabado los caciques. Y no sin razón, porque ese cacique tradicional que imponía su ley con la escopeta y el garrote, de la mano de las autoridades y los “civiles”, ese señorito que llevaba a los jornaleros a votar en manada como el que arrea las reses al encerradero, prácticamente ha desaparecido.
Pero, pese a la Constitución y a la libertad –relativa– que disfrutamos, a los avances tecnológicos y al estado del bienestar, un nuevo tipo de cacique medra por estas tierras y pueblos de la España profunda, de nuestra Extremadura rural, un cacique que se ampara en la democracia para actuar a la antigua, que se sirve de las instituciones, que no atiende más Ley que la ley del embudo y que se aferra al poder como las garrapatas a la oreja del cerdo, y se mantienen en él.
Hacen de su capa un sayo y de su voluntad una profesión, da igual el partido al que pertenezcan porque no lo renuevan, toman las decisiones en solitario, sin contar para nada con concejales ni correligionarios ni estructura de partido ni perro que les ladre. Y no digamos con el resto de la gente. Tanto se perpetúan estos caciques que terminan por atemorizar al vecindario y aprovecharse de que la gente se calla para no buscarse problemas.
Los antiguos caciques no querían que el pueblo estudiase ni se alfabetizara para dominarlo mejor; los nuevos caciques son más finos y no llegan a tanto, pero tampoco les gusta que el personal se informe más de la cuenta ni pregunte lo que no debe.
Los antiguos caciques establecían relaciones de compadrazgo con los humildes y les regalaban su protección para mantenerlos dóciles; los caciques de ahora hacen creer al vecino que son favores lo que en realidad son derechos, y de vez en cuando hacen la vista gorda con cualquier menudencia para tener a quien sea bien amarrado.
Los caciques de antes tenían su círculo de confianza, sus protegidos e íntimos a quienes beneficiaban con desfachatez, igual que hacen estos del nuevo milenio con sus amigos, deudos y familiares: que si un enchufe, una licencia, un contratillo, un sello de más o una formalidad de menos.
Un cacique andaluz del siglo XIX decía: “aquí mando yo” ¿no les suena esta frase? Torrente Ballester, en su novela “Los gozos y las sombras” hace decir a su patrón de astillero: “en este pueblo se hace lo que yo digo”, ¿no les suena esta frase? Eduardo Galeano, en “Las memorias del fuego”, refiere la anécdota de un terrateniente criollo que dice “esto se hace por cojones”, ¿no les suena la frase?
No nos llevemos a engaño, en esta Extremadura del siglo XXI, al igual que en la del XIX, seguimos teniendo caciques, quizá hayan mutado el fenotipo, refinando sus métodos y retocando el aspecto, pero siguen siendo fieles a la esencia de su definición.
La diferencia estriba en que, queriendo, se los puede borrar del mapa sólo con cambiar la papeleta.