Cada casa es un mundo

Por Expatxcojones

El Kalvo y yo, BCN, 2008. expatriadaxcojones.blogspot.com


Metáfora de un tránsito Xcalle Alí Bei, Barcelona
   —¿Te gusta? —me pregunta el Kalvo aprovechando que nos quedamos solos un momento.   —¡Cómo no me va a gustar! Lo que no me gusta es el precio…   —Nos lo podemos permitir.   —No sé…
No me responde. Simplemente me mira por el rabillo del ojo y levanta una ceja. Cuando vuelve a aparecer el de la inmobiliaria le dice que nos lo quedamos. Viniendo como venimos del diminuto apartamento hecho con paredes de pladur, el de la calle Alí Bei es todo un pisazo.
Situado en el cruce con Paseo de San Juan, a cinco minutos de Arco de Triunfo y otros cinco de Plaza Cataluña, nuestro nuevo hogar forma parte de una finca antigua, recientemente remodelada. De fachada señorial, cuando se construyó fue para albergar a familias de la burguesía catalana. Sólo un piso por planta. Dos cientos metros cuadrados. Ahora —estamos en el año 2008— ese es un espacio demasiado amplio (léase demasiado caro) para los tiempos que corren. Donde antes había un piso, hicieron dos. El tercero B es el nuestro.
Tres habitaciones, una tipo suite. Dos baños con acabados de mármol. Cocina completamente equipada. Amplio salón comedor. Los techos, altos. El suelo, de parqué. No hay terraza pero en su lugar un ventanal semicircular preside la estancia. Mi imaginación se pone a trabajar. Me veo sentada en la butaca. Con un libro en una mano y un café en la otra. Ese es el detalle que desactivará todas las alarmas. Una insignificante anécdota arquitectónica que acabará pesando más que el resto. Que me hará decidir —y equivocarme— a la hora de tomar una decisión. Porque no se puede alquilar un piso sólo por un ventanal. Es de idiota. Nada práctico. Pero yo lo hago.
No tenemos muebles. Sólo la cama. Le compramos el sofá a una amiga. Y la mesa nos la traemos de una tienda con liquidación de stock. Necesitamos un armario. Le propongo al Kalvo que nos acerquemos a Ikea.
   —A mí este sitio me da urticaria —dice — no quiero vivir igual que media Barcelona, que vas a casa de cualquiera y siempre ves las mismas cosas.   —Es una cuestión de precio… es más barato.   —Lo barato sale caro.   —Lo que tú digas…
Y en estas estamos cuando, un día, que tanto podría ser lunes como martes, sólo sé que era por la tarde, llega del trabajo alteradísimo. Le oigo desde la cocina sacarse los zapatos, tirar los calcetines y avanzar, desenrollándose la corbata por el pasillo, mientras va despotricando.
   —¿Qué pasa? —le pregunto cuando veo asomar sus gafas de pasta por el resquicio de la puerta.   —El muy loco me ha pedido tres mil euros ¿Te lo puedes creer? Tres mil euros por un puto armario. Ni que fuera de oro.
Una semana después, mientras el Kalvo se pelea con las instrucciones del gigante nórdico, yo instalo mi despachito en una de las habitaciones que, además, de ser oscura —da a un patio interior—, tiene un ventanuco en la parte inferior de la pared, por lo que a pesar de ser un tercero da la sensación de estar bajo tierra.
   —Esto tiene muy mal feng-shui —le digo al Kalvo, en cuanto lo tengo todo dispuesto y ya veo que el resultado no es el que esperaba.   —Eso son chorradas…    —No lo son. Es importante. Yo creo en la influencia de estas cosas.   —Tú eres una flipada.
Hace aproximadamente un año que abandoné mi trabajo en el programa de reportajes para establecerme como periodista y realizadora freelance. Fue una decisión arriesgada pero desde que la tomé no he parado de currar. Hasta ahora. La señora crisis —todavía poco presente en las conversaciones de bar— me saca de la cama sin tener absolutamente nada qué hacer. Decido invertir mi tiempo en sacar adelante una idea que hace tiempo me ronda la cabeza.
Escribo, escribo y escribo sin parar. Tacho. Sigo escribiendo. Corrijo una coma. Escribo un poco más. Vuelvo a ponerla. Otra vez, a escribir. A borrar. Hasta que, por fin, tengo la sinopsis. También, el tratamiento. Es hora de empezar con la producción. Cargada con un bolígrafo y cuaderno, me paso el día al teléfono. Repitiendo una y otra vez la misma historia. Mi objetivo. Hallar a doce protagonistas. Llamo. Propongo. Descarto. Sigo llamando. Bosquejo a los candidatos. Parece que los tengo. Toca salir de ruta por los territorios catalanes, hay que conocer personalmente a las familias. Porque de eso va mi proyecto. Una serie documental sobre familias atípicas. Lo he titulado Cada casa es un mundo.
El Kalvo me deja su coche —yo no tengo, en Barcelona me muevo siempre con la moto—y empiezo a hacer el casting. En Gerona me entrevisto con un matrimonio del Opus que tiene diez hijos. En Sant Feliu de Guixols conozco a una chica, que después de quedar en silla de ruedas a causa de un accidente, se enamora de un mosso de escuadra. Contra todo pronóstico, se queda embarazada y da a luz a una preciosa niña. En Cardedeu me cito con dos lesbianas que se han inseminado. En Barcelona apuesto por un taxista sudamericano, que es budista, y que nada más entrar en su piso me hace una ceremonia de bienvenida. Ojo al dato, en el baño. En Sitges conozco a un peculiar trio de ingleses. Un hombre que vive con dos mujeres. No es poligamia, me corrigen. Es una relación liberal. Aquí todos somos libres. El amor, el primero, que fluye sin ataduras en todas direcciones. Tienen un hijo que cuidan entre los tres. Durante los meses que siguen voy a ciudades, pueblos, aldeas y urbanizaciones repartidas por todo el mapa. Conozco a parejas mixtas, separados, rejuntados, padres con niños adoptados, hermanastros que comparten casa y compañeras de piso.
La crisis sigue avanzando, silenciosa pero imparable. Me estoy comiendo los ahorros. Le llega el turno al Kalvo. Él. Señor ingeniero titulado. Con idiomas y experiencia en el extranjero. A la puta calle. Expediente de Regulación de Empleo. Desconcertado, pasa a engrosar la cola del INEM.
Mi proyecto está terminado. Una amiga diseñadora da los últimos retoques a la presentación. Ahora sólo falta conseguir la pasta. Con este objetivo, cojo mis carpetitas y me presento —una por una—en cualquier empresa que se dedique al audiovisual y que tenga, a bien, recibirme. En la mayoría me despachan educadamente, pero, al final, mi cabezonería da resultado.
La productora en cuestión la forman media docena de hombres. De mediana edad. Van de simpáticos, enrollados y progres. Me trago el cuento sin patatas. Me explican que les han pedido un programa y han pensado en presentar el mío. Vaya, que me hacen un favor. La sola idea de pensar que alguien va a comprar mi idea me nubla la visión, la percepción y cualquier atisbo de razón. El ego no es buen compañero, te hace corto de miras.
Yo me encargaría de la realización, el rodaje, las entrevistas. A cambio, me darían una parte, ellos mientras cobraban el doble por no hacer nada. Bueno, sí, debían estampar su logo de productora importante alprincipio de los créditos. Acepté. Claro. Me daba exactamente igual que me pagaran una mierda. Me la sudaba trabajar treinta días seguidos en jornadas extenuantes sin una sola mañana de descanso. ¡Qué importaba no tener fin de semana durante los dos meses de rodaje! Acababa de vender una idea. Había triunfado. Porque ese es el éxito, pensaba yo. La recompensa a tantos meses de esfuerzo. El dinero en estos casos es lo de menos. Ese es el problema, que lo saben perfectamente, el dinero no te importa, pero a ellos sí.
Era mi primer embarazo. Iba a ser mi primer parto. Mi bebé. Había hecho los contactos. Recorrido el territorio. Cribado a los protagonistas. Pensado las secuencias. Ideado las transiciones. Buscado las músicas. Mirado las referencias. Redactado el dossier, la nota de prensa, la información de la web. Sólo quería que me reconocieran el trabajo. Pero las cosas no funcionan así. Por reclamar lo que era mío me tacharon de persona conflictiva. Cállate si quieres volver a trabajar con nosotros, me venían a decir. Pero siempre he sido un pelín díscola Me cuesta mantener la boca cerrada. Así que no lo hice. Dije lo que pensaba. Terminamos el trabajo. Cobré lo que estaba estipulado. Firmé lo que ponía por contrato. Pero nunca más volvieron a llamarme.