La primera vez que ocurrió fue al despertarme de un sueño, una mañana extrañamente fría de enero.El sueño tenía un inicio confuso, como la mayoría de los sueños. Iba a reunirme con mis viejos compañeros de facultad, habíamos decidido juntarnos para cenar en el departamento de Horacio, el Pelado, como le decíamos. Estaba seguro de que el departamento quedaba en la calle Rincón al 800, pero no sabría decir por qué, fue un sueño, repito. Íbamos a encontrarnos los cinco compañeros de siempre, los que estudiábamos juntos, los que hacíamos las prácticas juntos, los que salíamos a divertirnos juntos, en fin, los que atravesamos los seis años de carrera tratando de no adelantarnos ni atrasarnos en ninguna materia para recibirnos al mismo tiempo, como sucedió. Allí estábamos -Manguera, Javi, el Turco y yo-, sonrientes y apretados en el estrecho pasillo del 7º piso, cargados con bolsas de snacks y bebidas, esperando a que el Pelado nos abriese la puerta. No demoró mucho. Al entrar, nos sorprendimos por la gran cantidad de material musical que había en el lugar. No parecía tener otros muebles ahí, apenas estantes, bibliotecas y armarios, todos repletos de CD’s, DVD’s, cintas, pósters, discos de vinilo, revistas, casetes, tarjetas de memoria, pendrives… Como también otros formatos que en la realidad no creo que existan. Era un sueño, solo un sueño. Lo cierto es que en estos muebles había música grabada, vídeos, biografías de guitarristas, entradas de recitales, fotos de shows, etcétera; y en diferentes idiomas, recuerdo claramente el nombre de un CD de Hendrix escrito en -lo que yo creí- japonés, y un DVD de los Stones en francés. Cuando Horacio nos vio tan asombrados frente a esa abundancia de objetos, se sintió apremiado a darnos una justificación. -Es que mis viejos son coleccionistas desde siempre, yo no hago más que seguir la tradición familiar. Eso me hizo notar que Horacio todavía seguía viviendo con sus papás a una edad que no correspondía, y que ellos nos habían dejado el departamento libre por esa noche.Quizás para mostrar con mayor énfasis que en su familia no solo se coleccionaba material musical, el Pelado -después de quitar lo que había encima- acercó la mesa hasta uno de los armarios, se subió a ella y nos mostró una increíble cantidad de dinero que sus padres guardaban allí arriba. Levantaba los billetes y los dejaba caer como si fuesen cupones de concurso en un programa de televisión. Sin embargo, no me pareció que su actitud fuese de ostentación o de alarde, creo que lo hacía simplemente porque le parecía divertido. Recuerdo que había billetes de $20, de $5 y de $50. No viene a mi mente haber visto moneda de otro valor. Lo concreto es que este desenfado suyo de mostrar los billetes -que para él parecía ser apenas un vuelto- generó en mí una codicia tan atroz y profunda que me propuse llevarme unos cuantos ni bien se alejaran todos. El Pelado nunca iría a notarlo, era demasiado dinero, ni lo habría contado. No entiendo por qué me obsesioné por los billetes de $20, pero quería llevarme una buena cantidad de esos papeles colorados con Juan Manuel de Rosas en el anverso. Armonizaba perfectamente que fuesen colorados y que estuviera Rosas allí. Pasaban los minutos y nadie dejaba la sala libre, tal vez no fuera yo el único que deseaba quedarse solo en ese lugar. Por fin, cuando creí que ya no conseguiría contener más esa compulsión febril, vi que todos entraban en la cocina para abrir las bolsas y disponer los alimentos para comer. Entonces, furtivamente, acerqué una silla al armario y me subí a ella. Hice todos los movimientos con la vista fija en la puerta de la cocina, maquinando alguna excusa válida en el caso de que me descubrieran. Ya seguro, alcé mi brazo derecho lo más alto que pude y tiré el manotazo para agarrar la cantidad que fuera. Muy pronto noté que lo que había tomado tenía la textura y la forma de un objeto muy diferente a un puñado de billetes. De todos modos, ya no podía volver a intentarlo, se aproximaban voces. Lo que tenía aprisionado era algo sólido, metálico, frío y tenía algunas aristas que me habían lastimado la piel. Un anillo o un broche de oro, pensé.Fue en ese momento que desperté. Estaba acostado del lado derecho, con los brazos estirados sobre las sábanas blancas. Tenía ambas manos apretadas, pero al abrir la derecha descubrí que había allí una miniatura que representaba con gran fidelidad -después lo supe- la Catedral de Notre Dame de París. Tan firmemente tenía aprisionada la miniatura que las dos torres a los lados de la fachada me habían herido la palma.Lo extraño es que yo nunca había estado en París y nadie me había regalado jamás un souvenir de la Catedral. No existía una manera racional de entender cómo había llegado ese objeto hasta mi casa. Y aún menos existía una forma lógica y coherente de explicar qué hacía ese pedazo de metal en el cuenco de mi mano una mañana de enero. Evalué mil respuestas, llegué a sospechar que alguien se estaba burlando de mí, pero ¿quién más podía tener la llave de mi casa como para entrar tan libremente y por qué querría hacer aquello? Nadie y no sé. También pensé en la locura, en la doble personalidad y todas esas posibilidades que nos brindan libros y películas. Nada.Así comenzó todo. A partir de esa mañana, cada día me despierto con algo diferente en las manos. Son objetos que arrastro desde los sueños y que de alguna manera introduzco en mi vida despierta. Cientos de objetos que llenan un armario de la habitación de servicio, armario que solo abro para arrojar cada nuevo elemento. Ni me detengo a observar los que ya están dentro. Sé que hay llaves, portarretratos, monedas, reglas, libros, pañuelos, muñecos, frascos, lápices; pero no quiero saber nada de ellos, ni de dónde vienen, ni a quiénes les pertenecen, ni cómo llegan a mis manos. Ya lo dije, al principio traté de encontrar una lógica, pero cualquier intento de explicación choca contra el muro del sinsentido absoluto. Y si hoy me decido a hablar de este tormento, es porque el objeto al que me aferraba esta mañana, el último objeto, es una tarjeta en la que está escrito mi nombre y recuerda la ubicación -Sector F, parcela 26, sepultura 2618- en la que se encuentran mis restos en el cementerio Bosques de Paz.
La primera vez que ocurrió fue al despertarme de un sueño, una mañana extrañamente fría de enero.El sueño tenía un inicio confuso, como la mayoría de los sueños. Iba a reunirme con mis viejos compañeros de facultad, habíamos decidido juntarnos para cenar en el departamento de Horacio, el Pelado, como le decíamos. Estaba seguro de que el departamento quedaba en la calle Rincón al 800, pero no sabría decir por qué, fue un sueño, repito. Íbamos a encontrarnos los cinco compañeros de siempre, los que estudiábamos juntos, los que hacíamos las prácticas juntos, los que salíamos a divertirnos juntos, en fin, los que atravesamos los seis años de carrera tratando de no adelantarnos ni atrasarnos en ninguna materia para recibirnos al mismo tiempo, como sucedió. Allí estábamos -Manguera, Javi, el Turco y yo-, sonrientes y apretados en el estrecho pasillo del 7º piso, cargados con bolsas de snacks y bebidas, esperando a que el Pelado nos abriese la puerta. No demoró mucho. Al entrar, nos sorprendimos por la gran cantidad de material musical que había en el lugar. No parecía tener otros muebles ahí, apenas estantes, bibliotecas y armarios, todos repletos de CD’s, DVD’s, cintas, pósters, discos de vinilo, revistas, casetes, tarjetas de memoria, pendrives… Como también otros formatos que en la realidad no creo que existan. Era un sueño, solo un sueño. Lo cierto es que en estos muebles había música grabada, vídeos, biografías de guitarristas, entradas de recitales, fotos de shows, etcétera; y en diferentes idiomas, recuerdo claramente el nombre de un CD de Hendrix escrito en -lo que yo creí- japonés, y un DVD de los Stones en francés. Cuando Horacio nos vio tan asombrados frente a esa abundancia de objetos, se sintió apremiado a darnos una justificación. -Es que mis viejos son coleccionistas desde siempre, yo no hago más que seguir la tradición familiar. Eso me hizo notar que Horacio todavía seguía viviendo con sus papás a una edad que no correspondía, y que ellos nos habían dejado el departamento libre por esa noche.Quizás para mostrar con mayor énfasis que en su familia no solo se coleccionaba material musical, el Pelado -después de quitar lo que había encima- acercó la mesa hasta uno de los armarios, se subió a ella y nos mostró una increíble cantidad de dinero que sus padres guardaban allí arriba. Levantaba los billetes y los dejaba caer como si fuesen cupones de concurso en un programa de televisión. Sin embargo, no me pareció que su actitud fuese de ostentación o de alarde, creo que lo hacía simplemente porque le parecía divertido. Recuerdo que había billetes de $20, de $5 y de $50. No viene a mi mente haber visto moneda de otro valor. Lo concreto es que este desenfado suyo de mostrar los billetes -que para él parecía ser apenas un vuelto- generó en mí una codicia tan atroz y profunda que me propuse llevarme unos cuantos ni bien se alejaran todos. El Pelado nunca iría a notarlo, era demasiado dinero, ni lo habría contado. No entiendo por qué me obsesioné por los billetes de $20, pero quería llevarme una buena cantidad de esos papeles colorados con Juan Manuel de Rosas en el anverso. Armonizaba perfectamente que fuesen colorados y que estuviera Rosas allí. Pasaban los minutos y nadie dejaba la sala libre, tal vez no fuera yo el único que deseaba quedarse solo en ese lugar. Por fin, cuando creí que ya no conseguiría contener más esa compulsión febril, vi que todos entraban en la cocina para abrir las bolsas y disponer los alimentos para comer. Entonces, furtivamente, acerqué una silla al armario y me subí a ella. Hice todos los movimientos con la vista fija en la puerta de la cocina, maquinando alguna excusa válida en el caso de que me descubrieran. Ya seguro, alcé mi brazo derecho lo más alto que pude y tiré el manotazo para agarrar la cantidad que fuera. Muy pronto noté que lo que había tomado tenía la textura y la forma de un objeto muy diferente a un puñado de billetes. De todos modos, ya no podía volver a intentarlo, se aproximaban voces. Lo que tenía aprisionado era algo sólido, metálico, frío y tenía algunas aristas que me habían lastimado la piel. Un anillo o un broche de oro, pensé.Fue en ese momento que desperté. Estaba acostado del lado derecho, con los brazos estirados sobre las sábanas blancas. Tenía ambas manos apretadas, pero al abrir la derecha descubrí que había allí una miniatura que representaba con gran fidelidad -después lo supe- la Catedral de Notre Dame de París. Tan firmemente tenía aprisionada la miniatura que las dos torres a los lados de la fachada me habían herido la palma.Lo extraño es que yo nunca había estado en París y nadie me había regalado jamás un souvenir de la Catedral. No existía una manera racional de entender cómo había llegado ese objeto hasta mi casa. Y aún menos existía una forma lógica y coherente de explicar qué hacía ese pedazo de metal en el cuenco de mi mano una mañana de enero. Evalué mil respuestas, llegué a sospechar que alguien se estaba burlando de mí, pero ¿quién más podía tener la llave de mi casa como para entrar tan libremente y por qué querría hacer aquello? Nadie y no sé. También pensé en la locura, en la doble personalidad y todas esas posibilidades que nos brindan libros y películas. Nada.Así comenzó todo. A partir de esa mañana, cada día me despierto con algo diferente en las manos. Son objetos que arrastro desde los sueños y que de alguna manera introduzco en mi vida despierta. Cientos de objetos que llenan un armario de la habitación de servicio, armario que solo abro para arrojar cada nuevo elemento. Ni me detengo a observar los que ya están dentro. Sé que hay llaves, portarretratos, monedas, reglas, libros, pañuelos, muñecos, frascos, lápices; pero no quiero saber nada de ellos, ni de dónde vienen, ni a quiénes les pertenecen, ni cómo llegan a mis manos. Ya lo dije, al principio traté de encontrar una lógica, pero cualquier intento de explicación choca contra el muro del sinsentido absoluto. Y si hoy me decido a hablar de este tormento, es porque el objeto al que me aferraba esta mañana, el último objeto, es una tarjeta en la que está escrito mi nombre y recuerda la ubicación -Sector F, parcela 26, sepultura 2618- en la que se encuentran mis restos en el cementerio Bosques de Paz.