No hace mucho dos amigos míos, grandes lectores ambos, decían que, aunque siguen leyendo tanto como antes, o incluso más, ya no disfrutan de los libros de la misma manera que hasta hace unos años. Y no se referían a lo que comentamos en otra ocasión, a no encontrar libros que les gustasen lo suficiente. Decían que la razón está en ellos mismos, que los libros ya no les resultan tan estimulantes ni les dejan el poso que les dejaban antes. Ahora tienen la sensación de que los libros, aunque les gusten los que leen, no les causan gran impresión, no les abren mundos nuevos como sucedía antes.
Y lamentaban que esto pudiese indicar que se estaban haciendo mayores, porque, decían, con la edad se pierde la sensación de descubrimiento, de entusiasmo o apasionamiento que es propia de años más jóvenes.Porque sin duda, las cosas se aprecian mejor cuando les damos tiempo para que se muestren, cuando nos damos tiempo a nosotros mismos para ver lo que va apareciendo. Ya dijimos, en la entrada antes referida, que estos tiempos actuales, tiempos de prisas, impaciencia, exceso de estímulos y quehaceres, no casan bien con el sosiego que requiere una lectura provechosa. Pero creo que a veces son los propios lectores quienes se imponen unos ritmos de lectura impropios. En su afán por leer, por disfrutar de cuantos libros puedan, caen justo en lo que impide ese disfrute. Le aplican a la lectura las mismas pautas de velocidad y avidez que invaden muchas otras actividades de la sociedad de la premura.
Por eso, en aquella conversación, dije que, al contrario que ellos, yo cada vez les saco más partido a mis lecturas. De hecho, a veces me siento, en cierto modo, como el protagonista de Flores para Algernon, la novela de Daniel Keyes en la que el personaje se va volviendo cada vez más listo. Por desgracia yo no me vuelvo más lista, pero sí noto que, como digo, cada vez comprendo mejor lo que leo y extraigo más conclusiones; que los libros me enseñan cada vez más y que por lo tanto disfruto cada vez más.
Así que, en efecto, creo que ir ganando edad no nos hace menos receptivos, no nos hace perder la emoción de la lectura ni la disposición a la sorpresa y al aprendizaje, porque a mí me ocurre justo lo contrario.Aunque, claro, también puede ser que yo me esté haciendo cada vez más joven.