El día se consume en África. Un grupo de jirafas parece prepararse para llorarlo. La luz de la luna menguante siluetea sus espigadas figuras. Están de retirada. Anochece en la sábana y los animales buscan un refugio seguro donde dormir. Aquellos más vulnerables, como los herbívoros, se agrupan en grandes manadas que se alejan de los lugares húmedos y despejados, de los ríos y zonas desarboladas.
Su visión se reduce considerablemente y muchos quedan a merced de los hambrientos cazadores con aguda visión nocturna. La noche africana dicta sus propias leyes y sus habitantes saben escucharlas: Una, sin duda, es cualquier cosa menos el silencio; la otra son los ruidos amenazadores de las bestias ocultas bajo una cúpula decorada con miles de estrellas. La belleza contrasta con la vulnerabilidad. De lo que se ve y de lo que no se acierta a ver.
El día toca a su fin en la sabana. Los últimos dedos de luz se despiden de una jornada abrasadora y salvaje. Es entonces cuando las cautelas levantan sus cuarteles, con los ojos abiertos y los oídos bien afinados. Para la vida comienza la hora bruja de los secretos.