Llevo meses desayunando en casa. El efecto secundario más directo del coronavirus que sufro, por suerte y por ahora, es que la cafetería de mi curro ha limitado el aforo. Así que ahora me tomo un café con leche y un bocata antes de salir de casa y no al llegar al hospital, como antes. El barullo matutino al que estaba acostumbrado lo he sustituido por la tele y en la tele a las 7 de la mañana (6 en Canarias) la oferta es algo limitada. El cuerpo tampoco está para fiestas, por otro lado.
Todo este preámbulo solo sirve para comunicar (¿admitir?) que llevo meses viendo el informativo matinal de Antena3. No me he preocupado de probar otros. Repito, a esa hora no tengo el cuerpo para experimentos. Tampoco lo capto todo. Oigo voces, trago cafeína, me termino de despertar y me voy. El viernes, entre legañas, creí escuchar un notición: el vicepresidente Iglesias anunciaba la prohibición (que se concretaría en el plazo máximo de dos semanas) de desahuciar a personas vulnerables. La presentadora, Angie Rigueiro, sin embargo presentó el hecho como "un triunfo de Iglesias sobre Sánchez". En las tiranteces propias de un gobierno de coalición, el vicepresidente de extrema izquierda había logrado un punto ante el presidente de izquierda moderada. En ningún momento se habló de cifras de desahucios, de porcentaje de personas vulnerables en la sociedad española, de (ojalá) la tranquilidad que podría aportar esa medida o el cariz social de un decreto gubernamental. Ni siquiera de la opinión de los rentistas. La noticia era el pulso. La pelea. Los triunfos y las derrotas. El Consejo de Ministros.
Pasa algo parecido con los presupuestos que están en vías de aprobación. No sabemos cuánto aumenta o disminuye el gasto en Sanidad, Investigación o Educación. Sabemos sin embargo cuántos diputados tiene Bildu, las manifestaciones proetarras a las que han asistido todos los primos de Oskar Matute, qué vetos ha impuesto Ciudadanos, de qué pie cojea Rufián o qué locura se ha sacado del bolsillo mágico Isabel Doraemon Ayuso para mezclar churras, merinas y vajillas de porcelana. De las perras, del gasto, de las intenciones, disculpen, pero yo no me he enterado.
Gastamos mucha saliva y algún esguince cervical en criticar a los políticos y sus (Dios, cómo odio la palabra) politiqueos. Pero quien escoge el discurso es otro. Con intención o por pereza, por desviar la atención o por "darle al pueblo lo que pide", el mensaje que circula, el que no eliges, el que requiere el mínimo esfuerzo y te entra hasta cuando estás dormido, está tan sesgado que no es que vaya en dirección contraria, es que circula por universos paralelos. Y encima el discurso elegido suele ser el menos humano, el más simplón de todos los posibles.
Voy a empezar a cargar más el café. O menos. O a desayunar en un semáforo. ¿Qué me recomiendan?