Desde que empecé a frecuentarlos en la universidad, los cafés han sido siempre de mis lugares favoritos. Mucho de lo que escribí se escribió allí. En ellos empecé y terminé algunas de las más importantes relaciones de mi vida. Los conocí luminosos, nocturnos, atemporales.
Para el misántropo, los cafés son los únicos lugares públicos habitables. Existe una especie de pacto implícito de convivencia por el que uno acepta curiosear y ser curioseado pero nunca detenerse en los asuntos del otro.
Dos hombres cierran lo que parece ser un contrato. Otro navega con gesto adusto en su tablet, otro revisa y marca los clasificados del diario, una pareja se sirve té con una seriedad impropia en las parejas. Si la ciudad es una selva, los cafés son una isla apenas aislada. Algunos se van, otros se quedan, otros llegan. Todos estamos de paso y todos creemos tener algún rumbo.