Cajas de cartón, papel de embalar, grafito y dibujo cerámico para representar un país

Publicado el 08 junio 2015 por Blog De Golcar Golcar Rojas @golcar1

En torno a la exposición «Conexiones» que reúne piezas de
Adolfo Morales «Formas que el fuego acarició»
y de
Javier Rondón «La línea y el fragmento»
en el Centro de Arte de Maracaibo, Lía Bermúdez.

Un funambulista con la luna hecha pedazos y el corazón sangrante junto a un malabarista que hace equilibrio de cabeza sobre una vieja silla de Viena a la que se le partió una pata y parece desvanecerse en el espacio.

Imágenes que al verlas en el contexto del conjunto piezas que nos presenta Javier Rondón en la exhibición «Conexiones», en el Centro de Arte de Maracaibo, Lía Bermúdez, Camlb, parecen cobrar un significado más allá del aparente desamor o despecho que pudo haber hecho trizas luna y corazón del artista circense o del tono lúdico y mágico del equilibrista.

Logra Javier Rondón, con esta muestra, meter el dedo en la llaga. Nos desgarra las vísceras, nos remueve el dolor en gerundio del desarraigo y la constante búsqueda de pertenencia en los que, desde hace algunos años, nos movemos los venezolanos.

En el contexto de la exhibición, el funambulista —como muchos venezolanos— tiene el corazón tan herido y sangrante como nuestro gentilicio y la luna destrozada como nuestra cotidianidad en la que, como el equilibrista, hacemos malabares para sobrevivir asiéndonos a unas bases que, como su silla, se desvanece y desguaza. Así, tratamos con insistencia de sanar el corazón y recomponer la luna a partir de los trozos desperdigados.

Los dos personajes nos introducen en un mundo donde los héroes que hicieron historia patria han sido deconstruídos, se rompen en pedazos, se desconchan, como nuestras ciudades. Parecen esfumarse dejando apenas trozos sobre los cuales habrá que reconstuir, enraizar. Héroes y país, se hacen trizas en las expertas manos que con maestría se valen de la belleza y el arte para denunciar, obligándonos a buscar entre los pliegues de las vestimentas de bronce, a juntar los pedazos disgregados, a zurcir y a tejer, a juntar, remendar y coser —como diría Faitha Nahmens—, en un afán agotador por reconocer país e historia como propios.

El dolor nos embala, nos empaca. La diáspora se refleja en cajas y sellos postales. Como los héroes y las ciudades, las familias se desmoronan. Los hijos se van, se han ido. Se están yendo. Y aquella lejana e inverosímil realidad africana de las pateras se nos hace tan cotidiana que el viaje de un niño desde el norte de África, metido de contrabando en España —encogido hasta doler los huesos— dentro de una maleta, la sentimos como nuestra. Posible. Cercana.

Nos buscamos entre viejos ladrillos para reconocernos. Y como en las «Cabezas consteladas»  del artista, dormimos bajo un cielo de estrellas que se tornan en púas oxidadas de un alambre en nuestras pesadillas y que, durante la vigilia, nos sentimos vivir atados con el oxidado y punzante alambre que nos puede herir.

Pero el artista no nos deja con la desazón y el desconsuelo. Dentro de esa cachetada de realidad, nos recuerda que Venezuela ha tenido y tiene gente,  como Oscar D’Empaire, como Josúe Colina —amigo ido a destiempo a otro plano, a cuya memoria dedican la muestra—, creadores como el mismo Javier Rondón o el ceramista Adolfo Morales —quien acompaña a Rondón es esta exhibición con sus instalaciones de sensuales crisálidas y árboles de cerámica, ahumados y bruñidos—, gente que también hace país y a la que nos aferramos para sentir que no todo está perdido y que la patria, la que portamos en el alma más allá de la prostituida en propagandas oficiales, es recuperable. Gente que nos habla de una posible salvación.

Se vale Javier Rondón de elementos simples, cotidianos, efímeros, para narrarnos su discurso de desarraigo. Una caja rota de cartón, un pliego de papel de embalar, un lápiz o un creyón de grafito, unos ladrillos viejos recuperados, un alambre oxidado de púas, unidos a la maestría en el manejo del dibujo cerámico, son suficientes para parir esas hermosas piezas que nos hacen quedar sin aliento y con el vientre transido.

Termina la visita y las imágenes duelen en el plexo solar. A dos cuadras, unos semáforos que miran a ningún lado y desubican más que señalizar; la arbitrariedad de un autobusero que para en mitad de la vía en el canal rápido a cargar y descargar pasajeros parando el tráfico del domingo;  las montañas de basura que crecen donde debería haber un paso de peatones o un cruce, nos confirman el extrañamiento, el desarraigo, nos reiteran el desmoronamiento representado en las piezas de arte que acabamos de contemplar.

El gentilicio se encoge nuevamente y un mensaje de whatsapp nos advierte que la realidad es más cruel aún:

«Hay papel tualé todavía y poca gente. ¡Venite!»

Dice la amiga del supermercado. Aceleramos. Debemos llegar antes de que cierre el comercio o de que se acabe el papel higiénico.

Esfuerzo vano. Ya los rollos del tesoro se agotaron.

Pero, como en la muestra del museo, una pequeña luz se filtra como promesa a través de una grieta. Cual mago que saca un conejo de la chistera, la amiga extrae un paquete de doce rollos que tenía reservados para ella y «porque le da la gana» me los cede.

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