"Calambres institucionales" por J. Natanson

Por Julianotal @mundopario

Aunque algunas teorías semióticas propongan hipótesis insólitas del tipo “todo es texto”, y por más que el cristianismo insista con aquello de que “En el principio era el Verbo”, casi siempre el lenguaje corre detrás de la realidad, soplándole la nuca: en América Latina se habló durante décadas de “golpe de Estado” para referir a la decisión de los militares de interrumpir el orden constitucional apoderándose del gobierno, cerrando el Congreso, prohibiendo a los partidos y, la mayoría de las veces, interviniendo la justicia, los medios de comunicación y los sindicatos. Pero la experiencia de los últimos años nos ha puesto ante una nueva realidad, que el lenguaje aún no consigue nombrar: hablamos así de “golpe suave” (1) o “neo-golpe” (2), y en el caso paraguayo, el más reciente de todos, de “golpe de Estado institucional” o “golpe parlamentario”, expresiones tan autocontradictorias (si es “institucional” o “parlamentario” difícilmente sea un “golpe”) como “círculo cuadrado” o “inteligencia militar”.
¿Qué pasó en cada caso? En Paraguay, el Congreso destituyó al presidente en un trámite express que lo privó de cualquier posibilidad razonable de defensa, y designó en su reemplazo al vice, elegido en la misma boleta y a la vez cabeza de la conspiración; en Honduras, los militares detuvieron al jefe de Estado, enfrentado al Congreso y la Corte Suprema por una reforma constitucional que éstos habían bloqueado, y avalaron el nombramiento de un senador en su reemplazo; en Bolivia en 2008, los departamentos ricos del oriente articularon un desafío al poder de Evo Morales que incluyó una masacre campesina y que sólo concluyó cuando un referéndum revocatorio desempató la situación a favor del gobierno; en Ecuador, una asonada policial derivó en el secuestro del presidente e intentos dispersos por tomar algunas instituciones gubernamentales; hace pocas semanas, nuevamente en Bolivia, el amotinamiento de un sector de la policía en reclamo de mejoras salariales fue definido por el gobierno como un “golpe de Estado”, aunque no hubo indicios contundentes que confirmaran la denuncia de un intento articulado de tomar el poder. 
Cada situación es diferente y es necesario hilar muy fino para entender qué pasó exactamente en cada caso: si en algunos países, como Honduras y Paraguay, la interrupción del orden institucional parece clara, en otros es menos nítida y su valoración precisa todavía es motivo de disputa. 
Como sea, la prevalencia del virus de la inestabilidad nos pone ante dos realidades tan evidentes como difíciles de aceptar. La primera: América Latina, aunque sigue siendo la región más democrática del mundo en desarrollo, está lejos de haber alcanzado un grado de consolidación equivalente al de los países más desarrollados. Como un calambre, el riesgo institucional aparece y desaparece, siempre al acecho. 
La segunda incomodidad resulta de admitir que los procesos de “giro a la izquierda” que hoy controlan el poder en la mayoría de los países de la región tienen orígenes menos diáfanos de lo que quisieran. En Ecuador, el triunfo de Rafael Correa estuvo precedido por la destitución de… tres presidentes democráticamente elegidos; al igual que en Bolivia, donde Evo Morales llegó al gobierno luego de las renuncias de Sánchez de Lozada y Mesa, o Venezuela, donde el ascenso de Chávez se produjo tras dos presidentes interinos y dos intentos frustrados de golpes de Estado (estos sí tradicionales, el primero de ellos liderado por el mismo Chávez).
Inestabilidad nacional
Pese a la elegancia parisina de la Recoleta y sus cinco premios Nobel, Argentina no ha sido ajena a esta fiebre subtropical. De hecho, la renuncia de De la Rúa, la asunción y luego la renuncia anticipada de Duhalde y la victoria de Kirchner se produjeron en condiciones no menos alteradas que las del resto de los países latinoamericanos. E incluso luego, normalizada la política y estabilizada la economía, la posibilidad de un quiebre institucional siguió operando, si no como realidad cercana al menos como fantasma difuso. 
En junio del 2008, en pleno conflicto del campo, los intelectuales de Carta Abierta acuñaron la expresión “clima destituyente” para definir una coyuntura que combinaba la ofensiva opositora de los grandes medios con cacerolazos espontáneos en algunos barrios, un gobierno desorientado (en un desdichado discurso, Kirchner llegó a hablar de “comandos civiles”) y cortes de rutas coordinados que hicieron temer por el desabastecimiento de alimentos en las ciudades. 
Como saben bien los historiadores revisionistas, que han hecho de ello un medio de vida últimamente bastante redituable, la reinterpretación de los sucesos políticos es parte de una disputa en la que se juega tanto la mirada sobre el pasado como el rumbo del futuro: el éxito del hit interpretativo de Carta Abierta radicaba en que no hablaba de “golpe” sino de “destitución”, y en que no aludía a un actor identificable sino a un mucho más vaporoso “clima”. Su aporte en aquel momento fue fundamental, al punto que todavía hoy, con el gobierno fortalecido tras obtener el 54 por ciento de los votos, la expresión sigue resonando: el último en invocarla fue el canciller Héctor Timernan, quien advirtió sobre el riesgo de que la situación paraguaya se replique en otros países, incluso en Argentina. 
Espectros y realidades
La pregunta podría formularse en estos términos: ¿dónde termina el ejercicio democrático de la oposición y comienza la desestabilización o el clima destituyente? 
Tras la experiencia del conflicto por la 125, con las principales ciudades del país virtualmente sitiadas durante semanas, parece absurdo negar que en ciertos sectores opositores anida el deseo de una interrupción institucional: son los que temen que algunas de las reformas kirchneristas –digamos: la ley de medios o las retenciones– se conviertan en cuestiones irreversibles, lo cual no deja de ser llamativo, pues la historia ofrece miles de ejemplos de transformaciones aparentemente inamovibles que luego se modifican: lo estamos viendo ahora, con la crisis de la Europa del bienestar, y lo vimos en los 90, cuando Menem desarmó en pocos años el modelo construido desde la posguerra. Si se mira bien, el mismo kirchnerismo es la prueba viviente de que no existe ningún orden económico-social eterno, ¿o alguien en su sano juicio hubiera pensado, quince años atrás, en un sistema jubilatorio y una YPF estatales o –por mencionar un tema menos grato– el retorno del control de cambios? 
La responsabilidad no es solamente de la oposición. El gobierno alimenta el fantasma cuando machaca una y otra vez, en un estilo que está lejos de la serenidad, con el carácter estructural e irreversible de las reformas que emprende (para entenderlo habrá que reconocer que la transformación de la sociedad para “siempre” es al fin y al cabo una forma muy humana de compensar la finitud de la vida, tal como demuestra la experiencia del Che Guevara, que hablaba de crear ¡un hombre nuevo!). 
En los 80, Raúl Alfonsín solía amenazar con un regreso de los militares cada vez que se sentía amenazado, estrategia que quedó neutralizada cuando la renovación cafierista se apoderó del peronismo y garantizó su respaldo a las instituciones de la democracia. Menos extorsivamente, el kirchnerismo recurre de tanto en tanto al cuco del “giro restaurador”: cuando Martín Redrado se atrinchera con las reservas, cuando el Congreso se niega a votar el Presupuesto, cuando los ruralistas anuncian un paro. ¿Por qué lo hace? Porque forma parte de una estrategia exitosa de acumulación discursiva pero también, creo, por razones menos tácticas y más filosóficas: para el gobierno, reconocer que la conspiración está lejos implica admitir el carácter genuinamente democrático de la mayor parte de la oposición, incluyendo a la derecha. Y aun más: supone reconocer que su máximo exponente, el jefe de gobierno porteño Mauricio Macri, se ha comportado de manera perfectamente democrática, admitiendo sus derrotas electorales y no abusando de los mecanismos institucionales, de los vetos y los decretos más de lo razonable, o en todo caso no más de lo que lo ha hecho el gobierno nacional. 
Implica admitir, en suma, que Macri podrá ser antipático y conservador, pero que no carece de “paciencia democrática” y que, por lo tanto, expresa una ruptura respecto de la tradicional derecha autoritaria argentina. Esto lleva a un replanteo acerca de la posible articulación entre el macrismo y algún fragmento del peronismo, lo que a su vez implica admitir que dentro del mismo oficialismo anidan sectores que quizás en un futuro formen parte de la oposición: me refiero a gobernadores importantes del interior, a unos cuantos intendentes y, lo más peligroso de todo, al kirchnerismo de baja intensidad que encarnan dirigentes con altos niveles de popularidad, como Sergio Massa y, claro, Daniel Scioli. 
Y en eso anda el gobierno, que intuye que, como con Sigourney Weaver en Alien, la oposición crece en sus mismas entrañas, lo que lo ha llevado a una extenuante estrategia de desgaste y contención respecto de su principal aliado-adversario, que procesa el amor-odio con su proverbial imperturbabilidad. 
Perspectiva
Para concluir, creo que es posible articular los tres episodios mencionados –los intentos de desestabilización en América Latina, el conflicto por la 125 y las tensiones con Scioli– en un solo razonamiento. En primer lugar, recordemos que las instituciones regionales, la Unasur y el Mercosur, no consiguieron evitar el quiebre institucional en Paraguay, del mismo modo que el Grupo de Río y la OEA no lograron frenar la destitución de Manuel Zelaya en Honduras. Como señala Federico Vázquez , el esfuerzo regional, por mejor intencionado que esté, no alcanza para reemplazar a la construcción de poder político a nivel nacional (y en este sentido es interesante comprobar que los dos golpes exitosos acabaron con gobiernos que no habían emprendido procesos de reforma profundos, al menos no tan profundos como los de Bolivia, Ecuador o Venezuela, donde los ensayos de desestabilización fracasaron). Por otra parte, señalemos también que en pleno conflicto del campo el gobierno logró mantenerse en pie gracias al apoyo de dos estructuras de poder que permanecieron a su lado incluso en los momentos más duros, la CGT de Hugo Moyano y el PJ bonaerense de Daniel Scioli, y de las cuales hoy ha tomado distancia. 
En tiempos de desaceleración económica, conflictos con los gobernadores y tensiones sociales, quizás no esté de más recordar que fue a partir de ellos que el kirchnerismo logró sortear la tormenta, ampliar su popularidad a las esquivas clases medias y reinventarse hasta convertirse en lo que es hoy. 
1. El periodista Walter Goobar en Miradas al Sur, 8-7-12.
2. El politólogo Juan Gabriel Tokatlian en La Nación, 24-6-12.