El calçot ha de tener un pie blanco intenso, el cual se consigue a base de calzar tierra en el brote de la cebolla -de ahí su nombre calçar, en catalán- una buena consistencia que evite que se deshilache en la boca al comerlo y poseer su punto ideal de dulzura. Todo ello se alcanza a finales del invierno, cuando la planta ha reducido su porcentaje de agua. Suele comerse como un primer plato acompañado con salsa romesco, seguido por otras especialidades de la tierra como embutidos o butifarra y bien regado con cava para terminar con la típica crema catalana.
La preparación de los calçots -la calçotada- no presenta mayor misterio ya que al igual que otras muchas curiosidades gastronómicas no es su complejidad la base de su atractivo; en esencia consiste en asarlos directamente en la llama (no en la brasa) hasta que se chamusquen por completo. La tradición cuenta que su preparación surgió por mera casualidad tras el despiste al alimentar el fuego. Tras el asado se envuelven en papel de periódico con la finalidad de terminar el asado en su propio calor. Posteriormente se sirven en una teja caliente y se pelan con las manos para untarlas finalmente en la salsa romesco.
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