50 años de Bond. Y desde NEVILLE cada cual lo recuerda a su manera:
Víctor Guillot: Ya no preguntes por Bond (en su 50º aniversario)
Jesús Palacios: En el nombre de Fleming, Ian Fleming
Rubén Paniceres: Las seis caras de James Bond
Y servidor en Un asesino inglés: 50 años de Multiverso Bond
*Cuando Bond era Connery el mundo era mucho más divertido. Era un mundo sexy y cabrón, donde se podía ser sexy y cabrón sin gravedad, sin tener la cara reconcentrada en algún dolor profundo del siglo XXI., el del 007 sentimental, el duro sensible.
Bond es hijo de una manera de entender la cultura popular, y el cine dentro de ella, natural de la década de los 60, más específicamente hasta el 67, más menos, antes del verano del amor. Un tipo de fantasía pop en el cual la guerra fría era otro elemento pero no el elemento. Su crueldad frescachona y descarada, su hipersexualidad machista, su estilo más allá del cool y su capacidad para cometer todo tipo de barrabasadas del modo más insolente imaginable y seguir aun así siendo un héroe impecable y no un tiparraco oscuro y torturado… todo eso es puro sixties. Fuera de ahí James Bond se convierte en su propia parodia. Sí, el icono resiste, sus rasgos externos son irrompibles porque están forjados por un montón de años, un montón de ojos y un montón de imaginaciones; pero lo que queda es el cascarón, rellenado según los gustos de cada década que no son los de “La Década”.
Fuera de aquella época, y fuera de Sean Connery, su encarnación física y espiritual, no hay otro Bond en realidad, todos los demás son facsímiles o parodias. El asesino inglés sublimaba en la edad de la elegancia todas las fantasías habidas y por haber: era la perfecta máquina de follar y matar y no le daba importancia a ninguna de las dos cosas, igual que tú y yo no le damos importancia a respirar o defecar; son funciones fisiológicas básicas, prácticamente automatismos. Y no deja de ser un signo de los tiempos que Bond cada vez folle menos, aunque no relaje la capacidad de matar e incluso, en los últimos títulos, aumente la fruición con la cual lo hace y lo expeditivo de la metodología, quizás producto de una frustración monógama; a saber.
Entre toda la marabunta de spionsticos italo-loquesea, algunos francamente divertidos, o bondizaciones francesas de sus propios personajes de novela popular, del OSS 117 de Jean Bruce al Malko de Gerard deVilliers, pasando, claro, por la apropiación del británico Lemmy Caution parido por Peter Cheyney, o versioneslounge como el Matt Helm con la cara de Dean Martin me quedo con tres variaciones sobre la melodía del mito o sendas reencarnaciones del Multiverso Bondiano, infinito, casi: el post-Bond, el alter-Bond y el anti-Bond.
Flint sería el primero, aunque en ciertas maneras también podría serlo el Jerry Cornelius de Michael Moorcock del cual robo el título para este artículo. Con la arrolladora presencia de James Coburn, Bond era sometido al tratamiento de la ironía, de la distancia posmoderna y la autoconsciencia.
Derek Flint era el amante, el luchador, el hombre que entrena su esgrima contra dos oponentes al mismo tiempo y, entre medias, atiende un serrallo internacional, que enseña ballet a los moscovitas y tiene un jackson pollock reversible en su salón, que caza moscas con dardos impregnados de curare, que tumba enemigos a golpes en el colodrillo y hace cambiar de bando a las peores villanas con sus irresistibles técnicas, que posee el mechero más peligroso del mundo y el reloj de cualquier uso, que conoce todo lo conocido y lo otro también, que domina la mente y el cuerpo, que puede parar su propio corazón, maestro del disfraz instantáneo, mito, realidad. Batman, Einstein, Jesucristo. Elegido por un superordenador para salvar el mundo, todo lo que puedas hacer el lo hará mejor; así que, apártate y aplaude. La dupla Flint, agente secreto y F de Flint exagera todo lo que es James Bond aupado a la escenografía pop y el delirio kistch con gracejo y mala baba, sci-fi de derribo y sicalipsis bailonga.
La segunda es una idea que suena extravagante, el alter-Bond, y propongo buscarlo en Chacal,cinematográficamente ya fuera de la década mágica de los 60. En la película de Zinnemann, un exponente del aparatoso cine-Best Seller de los 70. Chacal, otro asesino inglés, era personificado a la perfección porEdward Fox con acento upper-class, vestuario atildado y modales de buen chico algo estirado, que lo revelan como otro aburrido hijo de Eton que negocia con la muerte de un modo escalofriante y despegado, natural y letal; equiparándose en amoralidad a su probable compañero de pupitre, novatadas brutales y demás asuntos de niños ricos, James Bond. Chacal ejecuta sin sombra de placer, pero con cierta (auto)satisfacción admirativa, emanada de contemplar la perfección de sus propias habilidades.
Otro paralelismo con Bond, al menos con el Bond primigenio que ya se agostaba en los 70 bajo las pajaritas imposibles y la no menos imposible figura paternal de Roger Moore, radica no tanto en la voracidad sexual como en el empleo del sexo a modo de herramienta. Pero, al contrario que la criatura misógina de Fleming, Chacal lleva esta característica utilitarista al extremo de la bisexualidad, frente al puro narcisismo bondiano.
El gran anti-Bond nace, no tanto paradójicamente como para cubrir todos los ángulos del boyante negocio, del mismo lugar que Bond: las inversiones de Harry Saltzman. Equidistante entre LeCarre y Fleming, el personaje creado por Len Deighton y recreado luego en el cine por Guy Hamilton, propone una acre desmitificación, que contrapone al estilizado mundo paralelo del James Bond fílmico una mirada sobre el espionaje donde la deshumanización reina y la traición es la moneda oficial.
Más allá, entre Bond y Palmer se dirime una lucha de clase que escruta la sociedad más clasista de Europa. Donde Palmer es un cockney obrero, Bond un hijo de Eaton (curiosamente todo lo contrario que el actor que le dio vida, un nacionalista escocés, áspero y obrero) y además enfrenta a las dos tipología en un nivel mucho más profundo y menos obvio, moral: Bond como esa depurada máquina de matar al servicio del Sistema, gozando de todos sus privilegios, por encima de una Ley que no es para los de su casta, contra un Harry Palmer que no sólo no es su reverso mundano, sino que, contrariamente al 007, tiene un férreo código ético y una voluntad rebelde; Palmer, como Callan en la soberbia serie televisiva protagonizada por Edward Woodward entre los 60 y los 70, es un delincuente de poca monta que paga su condena trabajando para el MI6, prácticamente chantajeado y forzado para sostener un Sistema que lo desprecia y utiliza.
Donde Bond es amoral y carece de empatía, el espía encarnado por Michael Caine puede ser un cínico porque una vez fue, y en realidad todavía es, un idealista. Bond puede ser cualquier cosa menos eso: es hiriente, implacable, clasista y sádico. El cinismo es patrimonio de los caídos, de los que tuvieron y perdieron. El cinismo es un escudo contra un daño mayor, algo que tapa las cicatrices y no expone las llagas. Sin Palmer es el anti-héroe, Bond, entonces, sería el anti-villano.
A estas alturas, queda claro que aquéllo que me fascina de Bond es lo mismo que fue primer objeto de degradación y adulteración: la absoluta amoralidad. Mi Bond es aquel que acribillaba gratis a un soplón después de lograr la información que quería en Contra El Doctor No, el que le tiraba un ventilador a un tipo dentro de una bañera y que ante la electrocución reaccionaba con un arqueo de ceja y un “curioso”. Un muerto más, un bicho menos, un polvo nuevo.
James Bond, agente 007, la fantasía definitiva de la clase alta británica, el último fulgor de la arrogancia del Imperio, el «No somos Dioses, somos ingleses, que es lo más parecido», de Peachy Taliaferro Carnehan en El hombre que pudo reinar. El primer Bond era el tipo que amamos odiar, o que amamos envidiar, que tanto da. La pulsión secreta de poseer, de hacer lo que quieras, de tener el doble 00, «llámame Agente doble cero, seis, seis, seis» susurraba desafiante Barry Adamson en Jazz Devil mientras braman las trompetas.*