Caleruega

Por Orlando Tunnermann

Bueno... ¿Por dónde íbamos? Silos, con sus muros excluyentes que atrapan el silencio y envían las cuitas y malestares mundanos al ostracismo. Los cánticos elevados ya se han dormido entre esos paredones sagrados que acogen en su seno nobles anhelos espirituales. Caleruega me muestra una faz mucho más urbana e inane desde un punto de vista trascendental. La cuna de Santo Domingo de Guzmán tuvo en el siglo X tres puertas de entrada. Los estragos del tiempo han hecho que de aquel baluarte amurallado ahora queden en pie solamente la Torre de los Guzmán y la iglesia de San Sebastián.

Históricamente nace entre 920-40 y su nombre deriva de ese elemento tan deleznable y antipático que atora (atasca) nuestras lavadoras, la cal, que es muy abundante en esta región. Pero no me detendré en menesteres tan hogareños y por alusiones, geográficos. Prefiero contemplar Caleruega con los ojos de aquellos musulmanes que, para variar, en el año 939 arribaron con malsanas intenciones de devastación. Una placa grandilocuente y ufana me dice que Caleruega está incluido en la lista de pueblos más bonitos de España. No seré yo quien aplique goma y borrador para divorciarlo de esa categoría tan preeminente. Cualidades no le faltan y por ello bien merece una visita, aunque sólo fuese para acercarse hasta el afamado Torreón de los Guzmán. En la Oficina de Turismo, Noelia, una chica que lleva la simpatía cosida al alma, me guía por esta localidad al tiempo que me bombardea con datos de toda índole como para preparar una tesis doctoral. Meditando sobre aquella deferencia concedida a Caleruega y que viene a recitar odas sobre sus acicates, me planto ante el Real Monasterio, que de apocado y afligido tiene bien poco. 



 Maravillosos retablos barrocos de S.Ildefonso de Toledo y de la beata Juna se guarecen de la intemperie en un ambiente austero y umbrío. En la sacristía, para aquellos que gustan de palpar el pulso genético e histórico de cada pueblo o ciudad, se hallan los restos de Félix de Guzmán, padre de Santo Domingo. 

Pese a posibles rezongos (reproches) agnósticos o ateos, yo sigo adelante con talante religioso para incidir en el monasterio de Santo Domingo, cuya historia arranca en el año 1221 por obra y gracia del beato Manés. La mirada se escapa hacia la multitud de cuadros del recién mentado santo y de Santa Catalina de Siena. Una curiosidad que por singular he decidido imprimir en palabras. Las monjas de clausura, que viven separadas de los frailes, rezan con rosarios de madera. Jamás pasan por sus manos rosarios de otros materiales. Así manifiestan su voto de pobreza. Acabo mi visita en el angosto pero magnífico mirador del Torreón de los Guzmanes.