A principios de la primavera de 1995, un amigo (llamémosle C.) y yo conseguimos unos días libres, y organizamos un viaje al Oeste de los Estados Unidos.
Los Angeles
(Fuente: planetacurioso)
Como no había proliferado todavía Internet, compramos unos billetes de avión a Los Angeles en una Agencia de Viajes, y también reservamos un coche de alquiler. Para los hoteles ya nos apañaríamos sobre el terreno.
Volamos de Madrid a Los Angeles con Continental, haciendo una escala en Newark (New Jersey), muy cerca de la ciudad de Nueva York. Todavía era la época en que había una zona de fumadores en la parte de atrás del avión, donde nos juntábamos todos los viciosos. Creo que, además, acabamos con las provisiones de whisky que tenían las azafatas.
C., que se había ganado a pulso el apodo de El Marqués, era un compañero de viaje complicado, porque era de los que un par de horas después de haber llegado al lugar más apasionante del mundo podía proferir eso de: ¿Bueno, y ahora a dónde nos vamos?. Y cuando el Marqués decía "Para Aquí", no podías recorrer ni diez metros, o te ganabas una bronca monumental. Como el coche lo habíamos alquilado a mi nombre, me tocaría conducir todo el tiempo. Pero no me importa, la verdad es que me siento más cómodo conduciendo yo mismo que yendo de pasajero holgazán.
San Diego, California
(Fuente: rocketbanner)
En LAX (el Aeropuerto Internacional de Los Angeles) recogimos el coche que habíamos alquilado (automático, claro), y tiramos para el Sur. Para la primera noche paramos en un Holiday Inn Express a las afueras de Los Angeles.
Al día siguiente seguimos camino hacia San Diego, y allí tomamos un hotel con la idea de pasar varios días. Una de las cosas que queríamos hacer era visitar Tijuana (Baja California Norte, México). Y aprovechamos esa tarde para visitar el famoso Hotel del Coronado (simplemente el Del para los nativos). En este Hotel es donde se filmó la película Con Faldas y a lo Loco (Somehing like it hot), de Billy Wilder, con Marilyn Monroe, Jack Lemmon y Tony Curtis. En la película figuraba que la acción sucedía en un hotel de Miami. Tomamos algo en el bar del hotel, y yo incluso me compré un neceser de viaje con el logo del hotel, que utilicé habitualmente en mis viajes durante varios años, hasta que sucesivos derrames lo dejaron inutilizado.
Hotel del Coronado, San Diego
(Fuente: permanenthoneymoon)
Fuimos hacia el Sur para visitar Tijuana, a la mañana siguiente. Tijuana, de alguna forma, es una clásica población fronteriza. En la zona central (donde se acumulan prácticamente todos los estadounidenses que han cruzado ese día la frontera) hay una oferta muy pintoresca de todo lo que los yankis buscan, especialmente, almacenes gigantes de licores (y garitos de todos tipos, claro). En conjunto, da esa zona la sensación inquietante de que resulta fácil que te timen de uno u otro modo.
En ese viaje íbamos con un presupuesto desahogado (no como en algunos otros anteriores en que C. no tenía oficio ni beneficio, y tuvimos que viajar como marqueses arruinados). Por ello nos alejamos un poco de las calles más concurridas, buscando un restaurante donde fueran a comer los locales con posibles. Encontramos uno muy recomendable, creo que se llamaba La Costa, o algo así. Nos dimos un homenaje con una comida exquisita, rematada con una Margarita de lujo, en copón tamaño pila bautismal, y tequila añejo. Pero tuvimos la mala suerte de que C. se enamoró de una de las camareras, una tal G.
Calle céntrica de Tijuana, BCN, México
(Fuente: udcomunicacion)
A la salida del restaurante estuvimos debatiendo sobre qué le podría comprar C. a G. (básicamente para demostrar que lo de Marqués lo tenía asumido) para llevárselo luego por la tarde al restaurante. Se decidió por un CD de música que había oído que le gustaba. Dicho y hecho. Como a las 7 ú 8 de la tarde, nos plantamos de nuevo en el restaurante con un paquete regalo. G. libraba esa noche, por lo que el paquete se lo quedó el encargado, con la promesa de entregárselo al día siguiente. Como estábamos ya ahí, aprovechamos para cenar, y cayeron varias de esas Margaritas lujosas y abundantes. Junto con el vino de la cena, alcanzamos un estado de bastante alegría.
Tocaba recoger velas, pasar de nuevo la frontera, y llegar hasta el hotel de San Diego. Con el enamoramiento frustrado y el alcohol, C. se puso rarito, miccionó contra la puerta del coche, y se tumbó en el asiento, empezando a roncar casi a continuación.
Emprendimos el camino de vuelta, ya pasada la medianoche, yo con el temor de que en el cruce de Frontera pudiéramos acabar teniendo algún problema. A esa hora casi todas las garitas estaban cerradas, sin embargo la afluencia de vehículos era considerable. Y lo que parecía es que nosotros éramos de lo más sobrio que corría por ahí esa noche. Cuando llegamos al aduanero (ojillos casi cerrados, de puro sueño), vió un carro americano, dos pasaportes de un país lejano, pero con visado USA en vigor, oteó el asiento del pasajero, para verificar que C. no estaba muerto, y nos dejó pasar sin más.
El día siguiente lo utilizamos para deambular por San Diego (por Balboa Park y hacia La Jolla), y luego fuimos a cenar a un restaurante que nos recomendaron (cerca del hotel; a unos quince kilómetros). Luego tomamos una copa en un bar cercano, donde había actuación en vivo de Jazz. Ya de vuelta hacia el hotel, mis tripas empezaron a darme la lata. Y sucedió el milagro de San Genaro: se me licuó por completo el contenido intestinal, y la presión sufrida llegó a ser absolutamente insoportable. No me quedó más remedio que parar el coche en una esquina y bajar corriendo. Sólo para relajarme y disfrutar, que no quedaba otra opción. Desde entonces sospecho que el Jazz me resulta laxante.
Hecho un cromo multicolor, me tumbé en el asiento de atrás, con el culito en pompa para intentar no manchar la tapicería, y C. tuvo que coger el volante hasta llegar al Hotel. Crucé el Lobby como Groucho Marx, intentando hacerme invisible, y cuando llegué a la habitación, llené la bañera y ahí que eché toda la ropa con gotelé que me iba quitando. Cuando, ya de vuelta a Madrid, llevé esos pantalones a la tintorería, la señora me dijo: Este pantalón tiene moho. ¿Moho?, si usted supiera, señora...
(Fuente: cotizalia)
Desde San Diego nos fuimos a Las Vegas, cruzando el Desierto de Mojave. Sólo era principios de primavera, afortunadamente, porque cruzar ese desierto en pleno verano debe ser una experiencia inolvidable. Cada cierto trecho, al borde de la carretera había unos barriles con agua, sospecho que para enfriar el motor o las ruedas, o quizá hasta para enfriarse uno mismo.
Sólo cruzar la frontera interestatal entre California y Nevada, ya nos encontramos de narices con el primer complejo de hoteles y casinos, ahí mismo, en medio del desierto. Seguimos hacia Las Vegas, con tan mala suerte que coincidió que había un Congreso Médico multitudinario, que no había dejado una habitación libre a 150 millas a la redonda. Tras varios intentos, llegamos a la conclusión de que no íbamos a tener Hotel en Las Vegas (para el que haya estado le parecerá increíble, pero es absolutamente verídico). Con lo cual acabamos deambulando toda la noche de casino en casino, cenando aquí y echando ahí unas moneditas en las tragaperras.
Jugamos un ratito a la ruleta americana (esa en la que cada jugador tiene fichas de un color, y está de pie; y donde existe el cero y el doble cero). En la mesa sólo estábamos nosotros tres: C., yo y la croupier, de ascendencia asiática. Tras varias jugadas sin mucho resultado, la croupier nos insinuó que no estábamos jugando bien. Porque si apostábamos a un número negro, lo razonable era reforzar la apuesta con el negro, o con esa docena, o con esa columna. Que si seguíamos jugando compensando el número negro con apuesta al rojo y así, no perderíamos mucho, pero no teníamos ninguna opción de ganar nada consistente. Le hicimos caso, con el resultado de que agotamos las fichas que habíamos cambiado, y nos fuimos.
(Fuente: getaway)
Ya de madrugada, dormitamos un rato en el coche, visitamos una tienda de donuts para desayunar, y emprendimos el camino hacia Reno, en el Norte del Estado de Nevada. La carretera 95 discurre de Sur a Norte, siguiendo el desierto, y recuerda a esas películas del Oeste donde se ve correr un resto de matorral por el viento, sobre la arena blanca. Tras muchos kilómetros sin nada de especial (bueno, sin nada más que carretera y desierto), llegamos a una especie de parador, en Beatty, donde está el desvío para ir hacia Death Valley. Tomamos algo, pero seguimos camino hacia Reno, porque estábamos matados, y soñando con una habitación de hotel ahí.
Llegamos a Reno hacia las dos o tres de la tarde, buscamos un hotel (esta vez, sin problemas), y nos echamos una siesta de seis o siete horas, hasta que nos despertamos para cenar. Después de cenar fuimos a visitar algún casino, y el Marqués se quedó pegando la hebra, hablando y discutiendo de lo divino y de lo humano, con uno de los camareros de la barra del bar. Yo cambié unos pocos dólares en monedas, y me enfilé con una tragaperras, que me iba dando y quitando, de modo que unos veinte dólares me duraron toda la noche. De vez en cuando aparecía una camarera que me servía un mini cubata, hasta que ya propuso traerme un café con leche. Mientras, C. estaba desaparecido. Cuando ya terminé mi sesión (con agujetas por todas partes) volví hacia la barra para recibir un terrible chorreo del Marqués, que alegaba que le había abandonado en manos de un desaforado camarero. El caso es que yo no me había movido de la máquina, a veinte metros de donde estaba él, pero bueno, todo fue inútil, y ya se llevó el enfurruñamiento hacia el Hotel.
Reno es más pequeño que Las Vegas, y en lugar de estar en medio del desierto, el paisaje es mucho más agradable, puesto que está entre montañas. Pero la gente que puedes ver por ahí es parecida, quizá con más componente nacional que internacional. Antes de partir fuimos a comer al restaurante del hotel. En la mesa de al lado estaba una familia que parecía de granjeros. Por sus pintas, yo aseguraría que llevaban varios días sin dormir ni quitarse la ropa. Igual habían vendido algún ganado y se vinieron a Reno para pulirse las ganancias, con la vana esperanza de convertirlas en una fortuna que llevarse a casa.
Porque los casinos (en Las Vegas o Reno) no cierran nunca. No se ve si es de día o de noche, y no hay relojes a la vista. Por lo tanto, el jugador siempre tiene la oportunidad de acabar perdiendo lo que en algún momento puede que gane. Nunca se ve forzado a irse con las ganancias en el bolsillo. Salvo un golpe de suerte (absolutamente inhabitual), se gana un poquito y se va perdiendo más. Al final, cuando se acaba lo que queríamos jugar, pues se va uno con la música a otra parte. Desde luego, como Modelo de Negocio está perfectamente desarrollado. Alguien me contaba una vez que el Juego es el mejor negocio. Porque si tienes un restaurante, aunque el cliente sea millonario, tras cenarse cinco langostas y dos botellas de champán, ya no puede más. Y si el negocio es de sexo, dos o tres envites acaban con cualquiera. En cambio, en el Juego, el único límite es la bolsa del cliente.
Las llamadas Painted Ladies en San Francisco
(Fuente: amaliorey)
Desde Reno, cogimos la carretera 80, hacia el Oeste, para viajar hasta San Francisco. El primer tramo es precioso, porque es una carretera de montaña, que cruza la Cordillera. Luego pasa por Sacramento, hasta San Francisco. Como ya no teníamos mucho tiempo (teníamos que volver a Los Angeles a fecha fija, para tomar el avión de vuelta) fuimos directos a San Francisco. Deambulando por el centro en el coche, vimos un Hotel Holiday Inn que podía resultarnos conveniente.
Paré enfrente del hotel y, tras bastante lucha, conseguí que C. bajara para negociar en Recepción una habitación para nosotros. Nos convino, y bajamos el equipaje del coche. Nos dieron una habitación en la primera planta. Yo pregunté por un lugar donde aparcar el coche, y me recomendaron un Parking a dos o tres cuadras del Hotel. C. se quedó con el equipaje y yo me fui a aparcar el coche.
Entre ir y volver, tardaría unos diez o quince minutos. Cuando llegué de nuevo, esta vez a pie, al hotel, en recepción me dieron mi llave (bueno, mi tarjeta) y me fui para la habitación, esperando encontrar ahí a C. y al equipaje. Pero en la habitación no había nadie. Comprobé varias veces el número, y todo estaba correcto. Utilicé el servicio (yo soy de lavarme las manos siempre después), y luego me encaminé de nuevo a Recepción. Allí les conté el caso, mire usted, yo he venido aquí con un amigo, pero se me ha desvanecido en la niebla y no sé dónde se habrá metido.
El ascensorista oyó nuestra conversación, y se acercó. En el hall de la segunda planta está sentado un caballero con un par de maletas grandes, que blasfema sin cesar a gritos y en arameo. Le acompañé en el ascensor hasta la segunda planta (un piso más arriba del Lobby, que en Estados Unidos desde la calle se accede a la Primera Planta). Efectivamente, ahí estaba sentado C. con el equipaje, blasfemando e insultándome sin parar. Cuando proferí el reflejo ¿Pero tú qué haces aquí? la tormenta de improperios mutó a huracán y eso ya resultaba incontrolable.
Como pude recogí a C. y al equipaje de nuevo hacia abajo en el ascensor, hacia la Primera Planta. Cuando llegamos a la habitación, su cabreo se había ido retroalimentando y me acusaba de haber estado varias horas desaparecido y demás. Y que no pensaba salir para cenar, que no tenía hambre. Con buen criterio decidí yo tampoco salir a cenar, porque si llego a salir de esa habitación, me hubiera tocado dormir en un sillón del Lobby. En fin, pilló el Marqués una rabieta de la que ya casi no se recuperó en el resto del viaje.
Al día siguiente hicimos una cierta visita turística a San Francisco, con el Cable Car, hacia Fisherman's Wharf, el Golden Gate,... Para cenar, nos dejamos recomendar un buen restaurante para comer pescado, y fuimos a uno llamado McCormick & Kuleto's, que decía ser uno de los 50 mejores restaurantes de Estados Unidos. Posiblemente era el número 50.
Esa era la época en que la ola antitabaco, propiciada como Gran Madrina por Hillary Clinton (que tenía motivos para odiar el tabaco), había recorrido el país, y estaba a mitad de camino de la prohibición total. En California, no se podía fumar en los restaurantes, pero había una cierta tolerancia respecto al tabaco en la barra del bar, si el restaurante tenía una, que era lo más habitual. Si la mesa más próxima estaba a más distancia que una definida en metros y centímetros, entonces se podía fumar en la barra. Con estas disposiciones, tras cenar algunas cosas de pescado con vino blanco, me fui a la barra para tomar un café y fumar un cigarrito. Claro, ese movimiento tenía un peligro anexo, ya que al sentarse en la barra quedaba uno frente a una pared llena de botellas de alcoholes de todas clases, que constituían una tentación invencible para acompañar el café.
Recuerdo que pedí un whisky (al final me tomé dos) al camarero, pidiéndole que administrara y que me recomendara algo bueno. El whisky estaba excelente, pero tenía más de 100 proof (con nuestras medidas, más de 45º). Pasé dos días con el esófago cauterizado, abrasado por ese licor.Pero en la barra tuvimos ocasión de departir con uno de los cocineros del local, que nos preguntó qué tal había estado la cena. Al vernos tibios, nos confesó que en su propia Escuela de Cocina les advertían de que si sus clientes venían de España, era inútil lo que hicieran con el pescado, que no les iba a gustar. Y es cierto, porque en muchos lugares de España (especialmente en el Norte) estamos muy habituados al pescado muy fresco, cocinado de modo simple (siempre recordaré un rodaballo a la plancha en San Sebastián, sólo con un poquito de ajo y perejil). Y los platos de pescado muy elaborados a menudo intentan ocultar alguna deficiencia en la materia prima. Recuerdo que tomamos unas ostras al horno, que no estaban mal. Pero eso era todo, no estaban mal.
Aeropuerto Internacional de Los Angeles (LAX)
(Fuente: wti2010)
Desde San Francisco bajamos por toda la costa hasta Los Angeles. Y fue una pena que al día siguiente tuviéramos que tomar el avión de vuelta a Nueva York, porque a gusto hubiéramos hecho una o dos escalas en ese camino. Por la autopista nos adelantó un bólido rojo. Un poco más adelante vimos a un sheriff, que venía por la calzada contraria, cruzarse y cambiar de sentido, con todas las luces encendidas y las sirenas atronando, a nuestra calzada para perseguir al bólido. Unas millas después le vimos terminar de administrar una receta al conductor de un Ferrari Testarossa, que arrancó modosito y se puso a 55 millas por hora de velocidad. ¡Qué pena daba ver ese lamentable espectáculo!.
En el Aeropuerto de Los Angeles, al día siguiente, devolvimos el coche de alquiler, y volamos hacia Nueva York, donde nos quedamos unos días, pero esa ya es otra historia.
Tras la desagradable experiencia vivida, ese fue el último viaje lejano que emprendí con el Marqués.
Y luego volvimos para Madrid y la tintorería.
JMBA