Su dueño lo golpea con un látigo rabioso cada vez que aparta la vista del frente, siguiendo el rastro del murmullo. Y cuando no es su dueño es el miedo. El miedo que se extiende por todas partes, que forma pitidos, vehículos que pasan a su lado casi rozándolo, casi pisándole las pezuñas…
Se llama Calígula, por aquello de que su amo es un historiador fracasado. Tiene las crines blancas trenzadas y la cola larga que apenas mueve para sacudirse una mosca. Tiene muchos años y unas orejeras que no le dejan ver el mar.
Mis vacaciones de verano las paso, día sí día también, sentado en la lustrosa calesa de clavos dorados de la que tira en un gracioso tintineo. No siento lástima ni nada, sólo alegría y una extraña sensación de libertad que me hace abrir mucho la boca para gritar con fuerza… y mirar a mi abuelo, que va contento a mi lado. Sólo tengo cuatro años.
Cuando cumpla catorce escribiré esto y Calígula ya no vivirá. O si lo hace será tan viejo, y sus huesos estarán tan gastados, que ya no podrá tirar más de ninguna calesa de clavos dorados. Su amo lo venderá entonces por dos duros al encargado de un matadero. Calígula no sabe estas cosas, pero se las imagina. Igual que tampoco sabe cuál es el color con que se visten los susurros, y sin embargo, él lleva el alma teñida de mar.
Texto: Lola García de luna