Calima

Por Siempreenmedio @Siempreblog

Sabía, por experiencia, que la calima le iba a traer dolores fuertes de cabeza. Una vez una doctora en física le explicó que eso no podía estar relacionado, pero él no se lo creyó, porque la ciencia es certera en algunas cosas, pero en otras (muchas) yerra. Esa señora podía saber mucho de las advecciones africanas, pero poco de su cabeza. Igual que le dijeron que el hambre no estaba relacionada con sus jaquecas, y él sabía que como pasara algunas horas de más con el estómago vacío le iba a afectar y producir ese martilleo intenso en las sienes que se traduciría en días de sufrimiento.

Pues bien, el móvil ya le advirtió, el día antes, de que el polvo africano llegaría a las islas sin remedio, empujado por ese viento friocaliente y seco del Este. Se entristeció un poco, era otoño y aún no había llovido nada. Y en sus barruntos imaginaba todo como en las secuencias de Mad Max: amarillo y caluroso.

Cuando amaneció, aquel jueves, respirar se asemejaba a meter la cabeza en una esfera de partículas arenosas y ardientes. Sintió un leve resquemor en las fosas nasales. Maldijo, como siempre lo hacía, y sacó un paquete de pañuelos de papel, esperando de un momento a otro el caudal de sangre.

Pero mientras subía la persiana de la habitación, el telón de aquel bello teatro de la naturaleza se replegó, y todas las circunstancias que sobrevendrían al calor, al ambiente espeso y árido, al viento ardiente, a la nariz resequida, al dolor de cabeza, se difuminaron, al ver aquel espectáculo impresionante del amanecer, teñido de ocres y rojos. La imagen que se proyectó por el recuadro de su ventana bien valía olvidarse de todo, al menos por un minuto.

Luego puso la cafetera, se duchó y se apretó la corbata. Y mientras se bebía el café, más con prisa que con tranquilidad, se preguntó si aquella investigadora en la física del ambiente no tendría razón, y sus dolores de cabeza eran producidos por otras cosas menos naturales.