La crisis económica está generando ríos de tinta entre medios de comunicación y redes sociales, que intentan comprender su origen, naturaleza y consecuencias. Últimamente se puede leer en algunos periódicos un argumento recurrente -que no ocurrente- que sitúa al ciudadano como uno de los causantes de la debacle económica. Según este argumento, la ciudadanía ha creído vivir desde hace décadas en el mejor de los mundos posibles; ha derrochado, vivido por encima de sus posibilidades, se ha endeudado, en definitiva, por su propia insensatez está pagando ahora la incertidumbre y el desasosiego de verse sin trabajo e incapaz de asumir las deudas acumuladas. Afirma Ángel Ortiz, director del diario extremeño HOY, en una carta titulada Actitud ante el trabajo: Esta reforma hay que interpretarla «no ya por la crisis ninja y sus famosas hipotecas subprime, sino por la infantil idea de que cada vez debemos ser más ricos y vivir mejor simplemente porque sí, porque lo valemos, porque somos occidentales». Y prosigue: «Esta reforma laboral será buena o será mala si logra cambiar -mejorar, para ser exactos- nuestra actitud ante el trabajo, nuestro respeto por el trabajo». En fin, como ustedes pueden argüir, la argumentación del señor Ortiz bendice la bondad de la reforma como una ocasión idónea para cambiar la actitud pusilánime, irresponsable e ineficaz de los ciudadanos españoles. Y concluye que la mejor postura es resignarse a la realidad impuesta por este Decreto y empezar a tener una actitud positiva ante el trabajo, sea cual sea, se dé bajo las condiciones de que dé. En cristiano: menos quejarse y más trabajar.Esta argumentación conservadora no solo es fácilmente refutable por su apoyo ingenuo a la reforma del Ejecutivo de Rajoy, basada unilateralmente en recortes que oxigenan tan solo a una parte de las empresas asfixiadas por la crisis y que deja al trabajador a expensas de la buena voluntad del empresario, sino que también resulta altamente reprobable por su desafortunada criminalización del ciudadano como autor inconsciente de la situación en la que nos encontramos. Nadie puede negar que existen factores sociológicos que influyen en el devenir de la economía nacional, pero sería injusto argumentar que es la cultura laboral española la responsable de la burbuja inmobiliaria, del endeudamiento hipotecario, del desempleo masivo o de la inopia de la cesta familiar. Hay que ser muy retorcido y masoquista para creer honestamente que literalmente nos mereceremos lo que tenemos. No nos lo merecemos y ni estamos dispuestos a pasar por ello. La mayor parte de la ciudadanía -estoy convencido- son trabajadores eficaces y gestores responsables de su economía doméstica.Debiéramos buscar responsabilidades más explícitas en la usura del negocio inmobiliario y de las entidades bancarias y en el fenómeno cada vez más manifiesto de la corrupción política. Debiéramos diferenciar entre el trabajador autónomo -peso humano de nuestra economía de servicios- y la impúdica voracidad de los especuladores financieros y los ejecutivos bancarios. Debiéramos recriminar la cobardía política previa a la crisis, que no supo -ni quiso- atajar la grieta interna que amenazaba nuestro sistema económico. La clase política ha estado más centrada en el éxito electoral que en el bien público. Izquierda y derecha fueron cómplices activos de la especulación urbanística, el gasto público irracional y el clientelismo. Ninguno tuvo la honradez política de meter mano a intereses atávicos que lastraban la sostenibilidad de nuestras arcas públicas y ofrecían pan para hoy y hambre para mañana, vendiendo a los jóvenes el sueño dorado de un porvenir contaminado. Hace una década oíamos reclamos públicos de bancos que ofrecían créditos suculentos, con facilidades de pago. El Ejecutivo animaba a la ciudadanía al consumo como motor de la economía. Se defendía el turismo interno como un pulmón a proteger. Nadie, excepto profetas ocasionales, avisaban de la expansión desmedida del negocio inmobiliario, de la agresión que supone para el medio ambiente en zonas protegidas y del endeudamiento exponencial que empezaba a generar en la economía familiar. El precio de la vivienda subía y los bancos daban liquidez de pago. Supuestamente todos ganaban. Excepto el ciudadano, que veía cómo su faltriquera se iba endeudando. Señor Ángel Ortiz, no dirija usted sus saetas contra la ciudadanía, que tan solo es víctima y esclava de esta situación y que intenta adaptarse como puede a las nuevas circunstancias. La prensa escrita debiera canalizar sus esfuerzos en aquello para lo que originalmente nació: ilustrar a la ciudadanía sobre lo público, ser incansable buscador de transparencia y verdad, más allá de apegos ideológicos o intereses privados.Ramón Besonías Román