Calles de piedra con sabor español

Por Viajaelmundo @viajaelmundo

Mirar a Madrid, desde lejos

Salir de Madrid resulta todo un escape a paisajes calmados. Se puede llegar hasta Aranjuez, Toledo, Ávila y Segovia y disfrutar de estas ciudades, que han sido nombradas por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad. En carro o en tren -saliendo de la estación de Atocha-, el camino se desanda con entusiasmo.

Madrid es dueña de un ritmo único y recorrerla es una prioridad. Basta con detenerse en la Plaza del Sol para sentir el ritmo de Madrid. El “kilómetro cero”, a los pies del Ayuntamiento, marca el inicio del recorrido de los turistas que, cámara en mano, se van adentrando por las calles de una capital que parece ser una fiesta constante. Tomar un café y una Napolitana de Chocolate en La Mallorquina, es casi una parada obligada. Una foto con el Oso y el Madroño, también. Los edificios de Madrid van contando su historia sin mucho esfuerzo. Caminar desde Sol a la Plaza Mayor -una de las plazas más grandes del mundo- reposar en sus terrazas y ver las estatuas vivientes; bajar por la calle Arenal, tropezar con el Teatro de la Ópera y desembocar en el Palacio Real, sus jardines y La Almudena. Seguir el camino hasta Plaza España y su monumento a Miguel de Cervantes; subir por la Gran Vía, ese paseo lleno de tiendas, restaurantes, teatros y edificios asombrosos. Irse de tapas al Mercado de San Miguel, pasar la noche de bar en bar en la calle Huertas o cruzar hasta Chueca, el barrio gay por excelencia que promete las mejores noches con buena música. Cuando se haga de día otra vez, perderse en el Museo del Prado, en el Centro de Arte Reina Sofía o en varios más que inundan la capital. Imposible no pasear por el Parque del Buen Retiro, ver cómo se ilumina de noche la Puerta de Alcalá y que las mismas luces te guíen hasta la Plaza Cibeles, a tomar un café en el Paseo del Prado, a dejarse llevar. Y, si es domingo, no hay que dejar de ir a El Rastro, ese mercado al aire libre lleno de curiosidades y antigüedades.

El tinto de verano, una buena paella, el Flamenco -ostentando su título de Patrimonio Inmaterial de la Humanidad-, están ahí para aprender a mirar a Madrid desde muchos ángulos.

Cada domingo, en El Rastro

Aranjuez y sus jardines

A 40 km de Madrid, por la A4, la carretera de Andalucía, se llega a Aranjuez. El Palacio Real recibe al viajero y de una vez se entiende porqué Aranjuez fue nombrado Patrimonio de la Humanidad en el 2001: fue una ciudad ocupada por los romanos, los árabes y posteriormente, se instaló la Orden Militar de Santiago. Es decir, fueron muchas las generaciones de reyes que vivieron en este gran complejo que se comenzó a construir en 1561, durante el reinado de Felipe II. La atención se la lleva, cada uno de los jardines del palacio: el Parterre, la Isla y el del Príncipe, el más grande, casi un laberinto y que ocupa gran parte de la ciudad.

Mucho verde, árboles inmensos, flores, animales que van por ahí a su antojo. Es buen consejo seguir los letreros en el Jardín del Príncipe para llegar a la Casa del Labrador, un palacete levantado como residencia de los Príncipes de Asturias; acercarse al Museo de las Falúas o sólo acostarse en el césped a disfrutar de la tranquilidad que allí se respira.

La Plaza de la Pareja, muy amplia, esconde los juegos de los niños, los paseos sin prisa. Para comer, sin duda, El Rana Verde es toda una tradición, justo al frente del Palacio Real. Un poco más allá, hay que probar las fresas con nata o con jugo de naranja que son una delicia y le colocan el toque dulce al paseo. No pueden irse de la ciudad sin probar esas fresas que, gracias a su fama, existe un recorrido desde Madrid a Aranjuez – desde hace 24 años- que se conoce como el Tren de la Fresa, una propuesta que ofrece Renfe y que se puede consultar en su página web.

Para viajar tranquilo y no perderse detalle de Aranjuez, puede subir al Chiquitrén que surca por las orillas del río Tajo y se sumerge en los verdes de los jardines. Caminar la ciudad es perderse en alguna terraza, tener la sensación de tapear en el medio de alguna acera, disfrutar de sus jardines y volver a Madrid con la mente fresca.

Aranjuez y el Palacio Real

Parte del jardín chino de Aranjuez

Toledo, piedra a piedra

A una hora en tren o el mismo tiempo por la carretera A2, Toledo aparece empinado, con su muralla aún defendiéndolo, pero también como fachada para las fotos. A la ciudad, declarada Patrimonio de la Humanidad en 1987, se le conoce como “la pequeña Roma” y cada piedra va contando una historia distinta, bien sea cristiana, judía o musulmana. Desde que se atraviesa la Puerta de Bisagra, la entrada más emblemática al casco histórico, se ven réplicas de Don Quijote con su fiel Sancho Panza y, sobre todo, de espadas, aunque uno de los sitios más conocidos para llevarse una, es la Fábrica de Espadas Mariano Zambrano, detrás del Ayuntamiento, donde el propio Mariano crea además, dagas y sables manteniendo el mismo método utilizado a lo largo de toda la historia toledana.

Basta con llegar a la Plaza de Zocodover, el centro de actividad más importante de la ciudad, para decidir qué calle tomar e iniciar el paseo. Imposible no visitar la Catedral, ahí desde 1226, la segunda en tamaño de todo el país después de la de Sevilla, y en la que confluyen todos los estilos artísticos predominantes en la historia española.

En otra iglesia más allá, la de Santo Tomé, está una de las obras más famosas de El Greco: “El entierro del Conde de Orgaz” y esto es importante, porque las calles de Toledo se llenan de turistas ávidos de historia, y muchos hacen fila para entrar al Museo de El Greco y ver más de cerca la obra de este pintor que vivió por 37 años en la ciudad y la inmortalizó en sus telas.

Subir, bajar, volver a la plaza, tomar aire y seguir. A los toledanos les encanta contar que fue allí donde nació Garcilaso de la Vega, que pruebes el mazapán o almuerces en restaurantes como Salones Sancho IV, al lado de El Alcázar, con su menú medieval. Buena idea es también, cruzar el Puente Alcántara, caminar por las orillas del río Tajo y ver a Toledo desde otro punto de vista.

Los techos de Toledo, sin más

Las calles de Toledo

Segovia, a cualquier hora

De Segovia, atrapa la inmediatez de su paisaje. Su centro histórico está escoltado por el Acueducto romano que es, de buenas a primeras, el monumento más significativo de la ciudad, además de ser el mejor conservado, pues sus 162 arcos están ahí desde la segunda mitad del siglo I. Esta ciudad, capital de la provincia que lleva el mismo nombre, se levanta a los pies de la Sierra de Guadarrama y forma parte de la Comunidad Autónoma de Castilla y León; está a dos horas de Madrid, si se va en tren, y fue declarada -junto a su Acueducto- Patrimonio de la Humanidad en 1985.

Sus calles tienen un toque moderno, a pesar de la historia. Todos sus avisos son curiosos, pues más que nombrar una calle, lo explican todo; como el de los Desamparados, que dice: “en el número 5 de esta calle estuvo la fonda donde se hospedara Antonio Machado, hoy convertida en Casa-Museo del poeta”.

Y es que justo así es Segovia, para descubrirla hay que caminarla sin prisa, detenerse a mirar sus esgrafiados -una técnica decorativa que usan en las paredes de las casas- y, mejor aún, sentarse un buen rato en alguno de los restaurantes de la Plaza Mayor, como La Taurina, a degustar el Cordero o el Cochinillo, uno de los platos más famosos de la localidad. Desde la plaza, con la Catedral segoviana siempre de fondo, se deja escuchar música, el ambiente es relajado con un café, una cerveza o un vino tinto en mano.

Las calles van dejando rastros de souvenirs, de curiosidades como la historia de sus telas o de los judíos que habitaban la zona. Los caminos llevan a La Judería, a rodear sus murallas, sus distintas iglesias, monasterios y museos.

Si quiere una buena vista de Segovia, hay que llegar hasta El Alcázar -residencia Real en el siglo XIII-, pagar 4 euros y subir los 152 empinados escalones hasta la Torre de Juan II. Desde allí la ciudad se ve a plenitud y hace que el camino de vuelta se haga con un toque de nostalgia.

El acueducto escolta a la ciudad de Segovia

Segovia y sus caminos, vistos desde El Alcazar

Ávila, amurallada

“No es posible entender ciudad sin muralla, ni muralla sin ciudad”, reza uno de los avisos en la Casa de las Carnicerías, lugar emblemático y en el que, por cuatro euros puedes subir a recorrer un tramo de esta muralla que, con sus 2,5 kilómetros, cubre a esta ciudad nombrada Patrimonio de la Humanidad en 1985.

De este recorrido, Ávila es quizá, la ciudad medieval con más iglesias y monasterios, además de una catedral gótica impresionante. En ella convivieron judíos, mudéjares y cristianos; y todos dejaron su huella. Es la tierra donde nació Santa Teresa de Jesús y muchos llegan hasta allí impulsados por esa inspiración religiosa que los hace caminar sus calles.

A Ávila la define su muralla, construida durante el siglo XII y en la que pusieron sus manos los mudéjares, judíos y campesinos. Al subir por el tramo de Carnicerías, se puede apreciar la Casa de la Misericordia, el Episcopio, la Puerta, la Iglesia de San Vicente y el Torreón de la Mula.

La ciudad parece recorrerse rápido, pero lo cierto es que cada rincón guarda una historia distinta y por instantes, luce desordenada. Hay que entrar a la Catedral, claro ejemplo de una catedral-fortaleza; ir al Monasterio de San Francisco, el de la Encarnación o varios más; detenerse en la Plaza de Santa Teresa, conocida anteriormente como Mercado Grande y en donde se encuentra la Iglesia San Pedro. Un día no es suficiente, hay que tomarse el tiempo.

Sea como sea, visitar Ávila por un solo día o relajarse por un fin de semana entero; no hay que dejar de probar el Chuletón, las Patatas revolconas y las Judías. El toque dulce lo ponen sus Yemas, un postre de sabor peculiar, pero el más famoso de la zona. Un café bien servido en la Taberna-Restaurante Las Murallas y ya se puede hacer el camino de vuelta, no sin antes llegar hasta el mirador Los Cuatro Postes, desde donde Ávila se ve quieta, silenciosa y amurallada.

Caminar la muralla y verla desde todos lados

Techos y muralla

Este recorrido fue mi primera publicación en la revista National Geographic Traveler, en el año 2011. Hoy la rescato, por pura nostalgia. Así somos los viajeros.