Cuando murió "su hombre" no le quedó otro remedio que viajar a la capital.
Atrás dejaba a sus vecinas, a sus rosales, a sus gatos, a sus fuertes olivas y al hogar que tanto le costó formar.
Libertad, su nieta, sabía que aunque la miraba ya no la veía, hacía tiempo que en sus ojos se había alojado la sombra del olvido.
Tampoco ya le hablaba demasiado, se abstraía en recuerdos de un triste pasado que a pesar de las miserias, el hambre y la guerra sentía mejor que el presente.
Pero al menos todavía le quedaban ganas de caminar, era lo único que le hacía sonreir, sentir que sus piernas aún podían sostener ese cuerpo huesudo y encogido aunque fueran ayudadas por el bastón que tanto se había resistido a usar. Era de viejas...
Así que cada mañana de domingo Eleuteria y Libertad bajaban juntas a gastarse un poco más a las únicas calles que por su silencio y tranquilidad le hacían sentirse fuera de esa jaula de oro que era para ella Madrid. Solo a unos pocos metros de aquel pequeño piso de la calle bulliciosa en el que pronto se apagaría su vida.