Recuerdo escucharlo, a Alberto, amigo, profesor de filosofía, compañero en mi primer curso como profesor (qué gran año, cuánta buena gente), un tipo inteligente, un dandi, un grande, y recuerdo sorprenderme ante lo que me decía. Hace ya varios años de esto pero parece que fuera ayer cuando lo miraba con extrañeza mientras él reflexionaba en voz alta y se confesaba con absoluta tranquilidad ante mí: “estoy cambiando de piel, Pepe, noto que estoy en periodo de mutación”. Lo decía con esa voz suya, tan personal, tan particular, tan suave como firme, tranquila pero convencida, con un tono que impedía cualquier conato de sarcasmo porque al escucharla entendías que, tras la aparente simpleza del mensaje, se escondía un mundo de experiencias vitales que apenas podías intuir. Se lo veía introspectivo. Era mayor que yo. Más de una década nos separaba. Él sentía que estaba de nuevo ante uno de esos puntos de inflexión que la vida le iba planteando. Con una hija. Con dos divorcios. Algo estaba de nuevo cambiando. Yo sonreí en silencio, incapaz de responder, de aportar nada, confuso, mientras degustaba su Lavagulin, en el salón de su casa, recostado en su sofá, sin comprender exactamente de qué estaba hablando. Esa iba a ser una madrugada de aprendizaje, un aprendizaje dilatado en el tiempo, porque entonces, en aquel momento, poco o nada de lo que me decía me alcanzó realmente. El whisky siguió desapareciendo de aquella botella mientras otro amigo se incorporaba a nuestro encuentro y otros temas, otras historias, terminaron centrando la conversación. Temas e historias con las que yo me sentía cómodo, con las que disfrutaba y que eran las que propiciaba: impersonales, asépticas, divertidas o pretenciosamente trascendentes. Cine o literatura. Filosofía. Ciencia o trabajo. Risas. Boutades. Sarcasmo. Pero todavía a Alberto le daría tiempo para dejarme otra reflexión, que con el tiempo me marcaría y que ya nunca podría olvidar, mientras en mi vida cambiaban paradigmas y se derruían antiguas certezas: “la amistad, al final, no puede sustentarse en la conversación, en los intereses comunes, en la diversión. Eso es una mentira que dura poco. Lo personal, el preocuparse del otro, de lo que siente, conocer y compartir sus miserias, sus debilidades e ilusiones, ser parte de su historia porque él es parte de la tuya, eso termina siendo lo fundamental”. Tal vez no fueran esas sus palabras exactas, pero eso es ya intrascendente, porque esas palabras sí translucen a la perfección la lectura final que yo hice de ellas.
Desde mi adolescencia, una vez superada una niñez enfermiza, dócil y ajustada a las normas, siempre he sido considerado por los más cercanos como alguien visceral, duro con la palabra y directo en el enfrentamiento, alguien que no se paraba a pensar si lo que decía hacía daño porque lo importante era mantener un discurso intelectual honesto. Aunque molestase. Aunque provocara un incendio. Un capullo, vaya. Si algo de lo que escuchaba en mi entorno familiar o entre los amigos más cercanos me parecía una estupidez (o ellos directamente eran los que me parecían estúpidos) hacer ver que eso era lo que pensaba era una de las maneras de presentar al mundo mi DNI social. Era mi tarjeta de presentación en la vida adulta. Uno más. Tan especial, yo. Tan irrelevante. Yo. No he sufrido nunca grandes depresiones, no he aceptado jamás que el dolor me permitiera esconderme del mundo por demasiado tiempo y he procurado disfrutar al máximo de todo aquello que me proporcionaba placer. Pero más allá de un discurso político público que con los años cada vez ha sido más fácilmente identificable como “de izquierdas”, lo cierto es que en la práctica, en la vida real, yo, como tantos progres, siempre me he movido dentro de un esquema de vida diaria ferozmente liberal: individualismo, egotismo y esencialismo. Nada más sencillo (nada más imbécil) que sentirse diferente y especial: en los gustos culturales, en las prácticas sociales y en las putas ortodoxias políticas.
Los años han ido pasando, proporcionándome experiencias vitales tan ricas como dolorosas. Creo que ser profesor de secundaria ha influido de manera decisiva en mi evolución personal, en mi forma de intentar entender a los demás, en comprender que nada se consigue cuando uno se encastilla en sus obsesiones personales, porque carece de sentido intentar superar los problemas sin apoyarse en los demás. El otro existe. Y sin el otro somos realmente poca cosa. La empatía, esa puta empatía de la que todos hablan y pocos entienden ni practican se aprende desde la experiencia. Nada más triste que trabajar con grupos completos de la ESO en los que se vislumbra que muy pocos de los chicos que los forman conocerán la tranquilidad de una vida acomodada. Que muchos de ellos formarán parte de esas frías estadísticas que los considerarán fracasados escolares. Chicos y chicas estupendos que pocos conocerán, a los que nadie preocuparán, y que terminarán pudriéndose en vidas adultas miserables porque, no nos engañemos, es lo que el mundo espera de ellos. Sí, son los años, es el tiempo que pasa, claro, porque solo con el tiempo te das cuenta de que muchas de tus certezas desaparecen, de que los discursos se pudren cuando no tienen raíces fuertes y que ser honesto, coherente y leal con los que te rodean es sin duda la única manera de seguir caminando por el mundo sin vergüenza.
He ido comprendiendo que existe un desajuste real, una contradicción fundamental entre lo que siento y lo que se espera de mí, entre lo que me gustaría ser y la proyección que los otros hacen de mí. Me aburre mi antiguo yo, me aburren aquellas discusiones infinitas donde quedar por encima era mucho más importante que escuchar lo que el otro decía. Me aburren los guantazos dialécticos gratuitos. Me aburre la soberbia solipsista. Me aburren los que nunca escuchan, los que dicen que escuchan sin escuchar, los que se refugian en un yo misántropo y egocéntrico para esconder su miserable realidad. Lo que haces, lo que dices, solo importa si termina importándole también a alguien más. No porque lo que hagas o digas vaya a ser mejor o peor en función de eso, sino porque de nada vale la lucidez en el vacío, la inteligencia en el desierto, la brillantez en el erial. Me acerco a los cuarenta, los muertos colonizan desde hace años mis sueños, cada vez me apetece menos la contienda estéril, la sórdida esgrima, el enfrentamiento gratuito. Tal vez sea hora de asumir que yo también estoy cambiando de piel, mutando. Sin saber bien a qué.