Ante esa situación, caben dos opciones: una es apagar la tele y dejar de ir a los cines, olvidarse de que existe esa “maquiavélica forma de manipulación”; la otra es meterse en ese mundo y tratar de cambiarlo desde dentro. Es decir, en vez de criticar al cine desde fuera, infundir espíritu cristiano en esa magnífica manifestación de cultura. Es justamente lo que hicieron los primeros cristianos. No se fueron a las montañas para “no contaminarse”, sino que vivieron en las ciudades, ejercieron el comercio, y trataron de influir en todas las realidades humanas (como, por otra parte, habían aprendido del propio Jesucristo ). No se quejaron de que les perseguían o de que “el mundo está muy mal”, sino que trataron de mejorarlo con su ejemplo, con su vida, con su trabajo. En vez de apartarse de un mundo pagano y hedonista, trataron de cambiarlo desde dentro. Y lo consiguieron.
Si miramos ahora a nuestra sociedad, parece como si esa actitud valiente ya no tuviera sentido. A veces he visto cómo algunas familias cristianas “dan por perdido” el mundo del cine y nada hacen por cambiarlo. Aún más: manifiestan temor -cuando no se escandalizan- si su hijo dice que quiere dedicarse al cine, al periodismo o a la publicidad; y no digamos si la hija anuncia que piensa ser actriz o dedicarse a la moda; como si eso fuera camino seguro a la perdición. Lo peor es que, a veces, la verdadera razón del escándalo o de la oposición es que se frustra su deseo de tener un hijo en “profesiones importantes”: “Deberías estudiar Ingeniería o Económicas, ¿qué eso de dedicarte al cine o al periodismo...?”.
Ese es el gran reto que tenemos hoy los cristianos, nos dediquemos o no al Séptimo Arte. Y pienso que es un reto ilusionante y de gran influencia para la sociedad futura.