Otro golpe de azada y la tierra se abre, se desmigaja, agrietada. El polvo se asienta en la frente del encorvado, adormeciendo el sudor, el haya la absorbe en los brazos extenuados, secos. Descansa la mirada en la perspectiva alineada de su árida posesión; alza la vista parpadeando con la debilidad del tiempo, con equinoccios desorientados, con el fraile enrojeciendo de sus predicciones equivocadas.
La espalda doblada, quebrada, como el terreno. Viejas las manos, sus venas nervudas encepadas con las raíces de su apero, trabajando la achacosa madre. El cielo ya no le habla con claridad, yerra en sus guiños, se retuerce entre torbellinos alocados susurrando ininteligibles augurios. Enfriando su dorso descubierto.
Otro golpe de azada y la humedad no brota. El cauce, dilatado en partos abruptos, languidece en necesidad. La experiencia se agosta, la costumbre se ha marchitado y la mirada se pierde buscando el lecho húmedo y fresco que hace poco lamía su solar; y se detiene pasmada en el linde invasor de los vergeles abrigados, en los océanos deslucidos que esconden semillas inteligentes, esmeraldas vacías e insulsas, en otro “el dorado”, en la dilatada vega donde germina el fértil caudal de pocos y el hambre del futuro.
Al temprano anochecer, el cuerpo sentado observa las estrellas. Confusas. Perplejo.
Texto: Ignacio Alvarez Ilzarbe