- Disculpa, compañero.
- ¿Eh? Sí, sí, claro -contesta, asombrado ante mi presencia silenciosa.
Y además, en mi ansia por ganar tiempo al reloj, al ir a toda prisa de un lado a otro del colegio, a sus ojos, soy yo la ocupada, exhausta en la batalla campal de aguantar el tipo ante una jauría juvenil. Y no es por el apremio de que sonó el timbre del cambio de clase. Es para evitar que salga mi nombre en la lista negra de los que llegan tarde... O, tal vez, en la responsabilidad inconsciente de evitar que los alumnos de la clase del fondo se desborden por el pasillo, a riesgo de la integridad física de algo o alguien.