Después de los temporales llegaron las noches heladas de la escarcha, pero las suceden los luminosos días de un Sol que logra, a ratos, alejar el frío. Bajo esta luz limpia, si observamos atentamente, encontraremos que hay algunos cambios muy significativos entre los habitantes de nuestro ecosistema. Por ejemplo, tras algunas semanas apenas sin aves, de nuevo cruzan estorninos, pinzones y pardillos, revoloteando de mata en mata en su viaje de regreso hacia el Norte, seguramente hacia Francia, o Alemania, desde donde bajaron hace unos meses. Algunos verdecillos y cogujadas cantan a ratos desde las encinas lavadas por la lluvia. En las ramas de encina, pequeñas orugas engordan día tras día protegidas por la cutícula translúcida de una hoja. Y a ras de suelo, los asfódelos, o gamones (Asphodelus ramosus, ver imagen), brotan con sus hojas carnosas levantando la tierra a su alrededor. Bajo las rocas, las crías de las tijeretas han crecido, protegidas por su madre, y diminutos colémbolos han nacido a centenares, saltando ahora como minúsculas motas blanquecinas sobre el barro. El año pasado todo esto sucedió unas semanas más tarde, quizá a causa de un invierno durísimo en el que prácticamente heló cada noche de noviembre a febrero. Con estos indicios, el ecosistema nos dice que, aunque todo parezca seguir más o menos igual, algo ha cambiado, y la vida se prepara a ojos vista para brindarnos el efímero esplendor de la primavera mediterránea.