Ya no figura en la agenda mediática el ardid del plagio con el que nuestros líderes consiguen sus doctorados en condiciones ventajosas, sino la discusión sobre un proyecto de Presupuestos que intenta paliar unas políticas restrictivas que sumieron a las clases trabajadoras y medias en una austeridad que ha empeorado la desigualdad y extendido la pobreza en nuestra sociedad. Para algunos sectores, coincidentes con la derecha y el empresariado, tal empeño es perjudicial para la economía puesto que pone el acento en el gasto social en educación y sanidad pública y no en el mantenimiento de la ortodoxia neoliberal que dicta el mercado. Los críticos se pronuncian con la suficiencia de quien está convencido de que la economía es una ciencia exacta y no un instrumento para conseguir un determinado modelo de sociedad. Claro que esos conservadores que cuestionan el proyecto presupuestario también apuestan por otro tipo de sociedad, aunque insolidaria y desigual, más beneficiosa para sus intereses, ya que prefieren que sea la iniciativa privada la que satisfaga las necesidades de los ciudadanos y no el Estado. Pero esta intención distan mucho en reconocerla abiertamente, amparándose en el pretexto del rigor fiscal y la estabilidad presupuestaria. Desde su ideología, todo gasto social es perjudicial, no sólo para la economía, sino para sus negocios. Son los mismos que consideran desorbitado fijar el salario mínimo interprofesional en 900 euros mientras sus emolumentos -fijos, variables y en especie-, a lo largo de estos años de crisis, han aumentado en más de un 40 por ciento. Pretenden que los sacrificios exigidos a los más débiles sean permanentes y no puedan ser recompensados, ni que se recuperen derechos que, en teoría, fueron temporalmente limitados. En su obcecación, hasta acuden a Bruselas en busca de apoyos que logren impedir la aprobación por parte de la Unión Europea de las cuentas que presenta España. Se comportan con una actitud más propia de enemigos extranjeros que de compatriotas, sin importarle lo más mínimo. Y es que así suele comportarse la derecha española cuando pierde el poder. Al menos, ya no hacen campaña acerca de que copiar algunos párrafos en un libro es más grave que conseguir un máster regalado, sin asistir a clases, sin exámenes y sin presentar ningún trabajo. Algo es algo.
Hasta el asunto catalán cambia de latido. De políticos presos hemos pasado a mensajeros políticos que se reúnen con los encarcelados en prisión preventiva para consensuar estrategias y apoyos que necesita el Gobierno. De apestados delincuentes por sedición y rebelión a imprescindibles dirigentes que sufren unas medidas cautelares excesivamente rigurosas que deberían revisarse. Excepto la derecha más rancia, se ubique en el PP o en Ciudadanos, el resto de formaciones políticas aboga por la excarcelación de los independentistas, transcurrido ya más de un año de prisión, porque existen medidas cautelares menos extremas para controlarlos hasta la celebración de juicio. Y, de paso, se conseguiría evitar la imagen –falsa- de país que mete en la cárcel a los adversarios políticos que violan (cosa que no dicen) la ley. Sin contrapartidas y ajustándose a las situaciones judiciales individuales, el Gobierno de Pedro Sánchez insiste en enfrentar el “conflicto” catalán desde la política, máxime cuando precisa de sus votos para aprobar los Presupuestos. Esto de hacer política en vez de judicializarla es propio de otras latitudes, no de la nuestra. Algo es algo.
Lo que tampoco imaginaba era que la extrema derecha tomara cuerpo en España. La suponía residual, alojada en la formación que representaba a todo el pensamiento conservador nacional, desde el liberal hasta el nacionalcatólico de los franquistas. Esa exclusividad ideológica la ha perdido el PP con la aparición de Ciudadanos, que ahora compiten por el voto conservador a cara de perro y a ver quién resulta más radical. Sin embargo, la extrema derecha y los fascistas, fuera de su casa popular, apenas eran identificables y no conseguían apoyo en las urnas, al contrario de lo que sucede en otros países de Europa. Aquí estábamos libres de partidos de extrema derecha con capacidad de influir o llegar al Gobierno, como la Liga del Norte italiana y ese Salvini que ofende a la inteligencia y la sensibilidad de las personas decentes; o sus correligionarios de Polonia, Hungría, República Checa, Austria, Alemania y Reino Unido. Pero, tras una breve ausencia, tropieza uno al regresar a España con la presentación de Vox, un partido de extrema derecha, a las próximas citas electorales y con posibilidades de conseguir representación parlamentaria, al pasar del 0,2 por ciento de votos, en las generales de 2016, al 3 por ciento que se estima en la actualidad, debido, fundamentalmente, al trasvase de votos del PP. Medio millón de votantes populares se decantarían por Vox, según una encuesta reciente. Y lo peor es que, para colmo de males, en la estrategia de esta formación fascista participaría Steve Bannon, el ideólogo ultra de Trump hasta que tuvo que despedirlo, por lo que dispone de tiempo para agitar gallineros en las periferias del mundo. Hemos pasado, pues, de ser una excepción –beneficiosa-, a ser un país en el que también brota con fuerza un partido xenófobo, ultranacionalista y fascista como en otras partes del Continente. Esto es ya algo pésimo en una dinámica de cambios vertiginosa para cualquier viajero. Aquí me apeo.