Y ojalá te sudara unas pocas gotas, unos mililitros que pudieras quitar fácilmente con un papel tissue, unos chorritos miserables que con el dorso de tu mano serías capaz de eliminar. ¡Nada de eso! Te sudan litros, te caen copiosos chorros, cataratas de transpiración resbalan por tu cuerpo. «Que tu amable lector/a va a pensar que eres una exagerada Letzy», te dices. «Que lo piense porque no se equivoca».
Hete aquí que vas con tu aguada sonrisa y tu empapado vestido sobre un tuk-tuk cuando lo ves. Está a un costado del camino y es taaaaaan mono. «Stop!», le gritas al chofer del tuk-tuk quien frena en seco. Acto seguido se gira y te pregunta: «what?». «Monkey», le dices y le señalas con tu húmedo índice. El señor te obsequia una peculiar mirada pues no puede creer que lo hayas hecho frenar por un mono. Ahora bien: ¿cómo le explicas a este señor nacido en Camboya que ni por las calles de Madrid ni por las de Buenos Aires se ven monos a mansalva como en este sitio? ¿Cómo le explicas que a ti no solo te gustan mucho los gatos, sino también los perros, los caballos, las llamas, los carpinchos, los dromedarios, los elefantes y etcs varios que no quieres aburrir detallando los animales que te gustan que resumidamente son todos? No le explicas nada, simplemente tú sacas de tu mochila un racimo de pequeños plátanos y consigues tu propósito: el mono en seguida se acerca. Y no solo él, también se acerca su señora mona, sus hijos monos, su suegra mona, su tía abuela mona y su primo mono que vino de visita a pasar el fin de semana. En 0,03 segundos estás rodeada por quince monos. El tuktukero (palabra que tu amable lector no encontrará en la RAE en caso de ir allí a buscarla, que luego no diga que no se le avisó) grita: «Bad monkey! Monkey break!». «¿Cómo le pueden parecer malos los monos? ¿Qué van a romper con lo lindos que son?», te preguntas. «Out tuk-tuk! Out!», te grita el conductor. «Monkey break!». No comprendes a qué se debe su reacción, pero rápidamente tu racimo de plátanos y tu cuerpito transpirado-hasta-el-upite os bajáis del vehículo y empezáis a interactuar con los monos. Le das un platanito a uno, otro a otro, uno a un monito bebé y así hasta que en menos de cinco minutos los monos te dejan sin un solo plátano. Entonces vuelves al tuk-tuk bajo la mirada poco simpática de su conductor. Y en el momento en el que te subes, se suben los quince monos contigo. Como tú no hablas macaco todavía no consigues que entiendan que no tienes más comida. Los quince monos te miran fijo y no parece que tengan intención alguna de bajarse del transporte hasta que les convides otro tentempié. «Bad monkey! Monkey break!», te vuelve a gritar el tuktukero y comprendes: los monitos se agarran con las filosas uñitas de sus patitas a los asientos dejando unos agujeritos de tamaño considerable.
Sabio hombre el camboyano que te conducirá a lo largo y a lo ancho de los Templos de Angkor durante el resto del día. No solo consigue que los monos se bajen del tuk-tuk cuando están a punto de comerte a ti cual exquisito plátano maduro y sudado al ver que no les ofreces otro refrigerio, sino que lo que los monos rompieron con sus uñas es una funda que puso en el asiento en el momento en el que te bajaste del tuk-tuk para sociabilizar con ellos. Funda que por supuesto le pagas y que te cuesta unos pocos rieles camboyanos.