Hoy vengo a contaros una experiencia que se quedó grabada en mi alma de viajera por ser la primera vez que me encontraba en un entorno de esas características.
Me estoy refiriendo a los pueblos flotantes del Mekong y sus afluentes, un tipo de asentamientos característicos del Sudeste Asiático, pero que para mi era la primera vez que veía algo que se le pareciera ni de lejos.
Camboya, a pesar de ser un país sumido en una gran pobreza, tiene la suerte de contar con el lago Tonlé Sap, uno de los lagos con mayor densidad de peces del mundo y el lago de agua dulce más grande del sudeste asiático. Es por ello que han proliferado en sus orillas estos increíbles pueblos flotantes en los cuales la vida no tiene nada que ver con lo que estamos acostumbrados en una ciudad española como mi Granada.
En época del monzón, las lluvias son tan fuertes que los ríos Mekong y Sap cambian el curso de su corriente y devuelven agua al lago aumentando su caudal y su profundidad. Este fenómeno solo ocurre aquí en Camboya y en el río Nilo, en Egipto, pero en ningún otro lugar del mundo.
Las barcazas, balsas de madera que flotan sobre bidones de combustible vacíos, se alinean formando canales en una especie de caos ordenado en el que la vida no se entiende sin el río. Puedes encontrar todo tipo de establecimientos entre estas casas flotantes de hojalata, bambú y harapas. Desde un mecánico a una farmacia, pasando por tiendas de ropa, bares, tiendas de móviles, un colegio o una gasolinera. Aquí descubriréis la auténtica esencia camboyana, cómo viven y cómo trabajan.
Foto by Luisma
No hay concepto de “conservación” de la naturaleza, y la palabra “sostenible” no se aplica a un modo de vida en términos medioambientales. Aquí se habla más bien de “supervivencia”. La mayoría de la gente que vive en las casas flotantes (palafitos) del lago viven de la pesca, y utilizan el agua del lago para bañarse, lavar la ropa o beber. Es un agua que limpia y ensucia a la vez. Se pueden ver tuberías azules que salen de las altas casas de las riberas elevadas por maderos para adaptarse a las inundaciones, y que van a parar directamente al lago, justo donde hay unos niños bañándose, o una mujer arreglando pescado. Impacta bastante la primera vez que lo ves.
Foto by Luisma
Foto by Luisma
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Nos recogió el tuk-tuk a las 6.45 de la mañana en nuestro hotel para acercarnos al muelle del que salen los barcos hacia Siem Reap en época de lluvias.
En nuestra memoria todavía los eternos campos de arroz de la planicie de Battambang que cruzamos ayer. Hoy nos esperan pueblos flotantes y Tonlé Sap durante muchas horas. 7 y media para ser exactos. Eso es lo que duró el viaje desde Battambang a Siem Reap en un barco de bancos de madera en los que casi no te cabían las piernas con el respaldo del asiento de delante.
Sí. Al principio nosotros también dijimos “¿7 horas en este barco?”. Pues sí, 7 horas largas. Pero la cosa tiene truco, porque no contábamos con el techo del barco, en el que sin ningún problema te puedes sentar, tumbar y disfrutar del paisaje con vistas de 360º si eres capaz de aguantar el beso del sol de Camboya.
Y entre toda la basura en descomposición (o no), gente lavando ropa, niños y mayores bañándose, jugando, pescando. El río es su vida.
Algunos miran con curiosidad, otros con indiferencia, unos pocos, con recelo. Los niños con alegría a la vez que agitan sus manos y gritan reclamando que les devolvamos el saludo.
Continuamos el viaje, la contaminación del río es brutal. Los camboyanos que viajan con nosotros tiran las bolsas, botellas, papeles, directamente al río. Pero a pesar de la pobreza y la suciedad del río, todo tiene un encanto especial. Las sonrisas de las gentes al pasar, la forma en que se han adaptado a su entorno, la forma en que sobreviven a pesar de tanta miseria, con un alegre gesto en la cara.
Me hace reflexionar sobre las caras que ves cuando vas por una gran ciudad, cruzándote con gente que lo tiene TODO y solo ves caras tristes y serias. Sin embargo, vas cruzando estos pueblos flotantes de casas precarias y condiciones de higiene mínimas, de niños que lo que tienen para jugar son los perros, las gallinas y el mismo río, y todo el mundo te sonríe.
A lo lejos vemos un terraplén en alto, donde esperan en hilera decenas de tuk-tuks con sus conductores. En cuanto ven acercarse el barco, los conductores comienzan a correr hacia abajo por el terraplen. Me recordaba a las imágenes de las migraciones de ñus en las que los animales se lanzan sin control por los terraplenes.
Un ejercito de tuk-tukseros aborda el barco, como si fueran trasgos trepando por las columnas de Moria, y antes de que me de tiempo a levantarme si quiera del asiento una cara joven, con una sonrisa de oreja a oreja me pregunta: “Do you need tuk-tuk?“. Y ¿cómo decirle que no a una cara tan amable y una mirada tan limpia, cuando además sí que lo necesitamos? Fue una primera impresión que además, no nos defraudó.
La suerte decidió que fuera Vun quien se convirtiera en nuestro conductor todos los días que estuvimos en Siem Reap. Conducía bien, con cuidado, con agilidad, nos llevó a todos los sitios, incluso cuando le cambiamos los planes, y siempre con una sonrisa en la cara.
Con una fuerza y agilidad sorprendente para su corta estatura y complexión delgada, subió la enorme maleta de una de las integrantes del grupo por el terraplén de barro y arena que separaba el río de la carretera. Nosotros, con un poco de más trabajo subimos en chancletas y cargando nuestras mochilas cuesta arriba hasta alcanzar la pista de tierra que nos llevaría a Siem Reap.
Al día siguiente comenzaba una de las partes más ansiadas del viaje a Camboya. La visita al complejo de templos de Ankor Wat, pero el viaje por el Tonlé Sap hasta Siem Reap se había quedado ya grabado para siempre en nuestras memorias viajeras. Una experiencia totalmente recomendable.