Caminando entre las tumbas (2014)

Publicado el 04 noviembre 2014 por Revista PrÓtesis @RevistaPROTESIS
Scudder confronta imágenes vacías, que impiden llegar a una idea sobre el propio Scudder

Lo que queda del Nueva York de Poe

Fui a ver Caminando entre las tumbas lleno de expectativas: recuerdos del pasado, referencias, retorno muchos años después a algo que quedó atrás (y Matt Scudder es el paradigma de algo que quedó atrás, definitivo e inabolible, y sin embargo nunca queda atrás, la muerte accidental de una niña de ocho años, Estrellita Rivera, en un tiroteo). Había tenido la oportunidad de entrevistar a Lawrence Block el mismo día en que la novela se publicaba en España. Con un ejemplar en las manos, había estado frente a frente con Block, un hombre que encaja las palabras, las examina por su lado más absurdo, y no devuelve casi nunca demasiada información. Siguiendo a Lawrence Block por facebook sabíamos de la película desde su nacimiento mismo como proyecto, sabíamos que le había gustado en un pase privado. Fui a ver la película con la esperanza de que Scott Frank, un director experimentado en Elmore Leonard (Out of Sight, o Get Shorty), lograse lo que Hal Ashby no había logrado en su versión de Ocho millones de maneras de morir, la hasta ahora única y en muchos sentidos frustrada adaptación de Block al cine. Ocho millones de maneras de morir está escrita desde el vértigo de la adicción al alcohol y es una novela que marca un antes y un después. Es tremendo encontrar a Lawrence Block bajo la fascinación de Ocho millones de maneras de morir, y han pasado 20 años. Pero eso se entiende mejor ahora; en su momento Scudder era inusual, un alien para el panorama del cine policial de finales de los 70 y comienzos de los años 80: discurría por otros derroteros. 

una figura raída, memorable y contundenteSe puede decir que gracias a Scott Frank, Scudder está aquí por primera vez, restituido a un Nueva York que es parte esencial de lo que ha quedado de su personalidad tras su descenso a la embriaguez, vertiginoso. Todo el aparataje Scudder que faltaba en la película de Ashby se revela 20 años después, minuciosamente observado en los colores gastados, otoñales, que emparentan a Scudder con el sabor de la derrota y la soledad, fieles acompañantes de ese mundo paralelo en el que habita: contratado como “por encargo” en una especie de metaficción de la ficción policiaca, más cercano a la circularidad de Alain Resnais o de Borges que a las calles. Y es así como el caso llega a las manos de Scudder: la mujer de un potentado individuo ha sido secuestrada por dos individuos que aparecieron en una furgoneta azul, y por razones que tienen que ver con el origen de su fortuna, no puede acudir a la policía, la investigación solo puede llevarse a cabo desde ese terreno intermedio, el mismo limbo desde el que Dante hubiera podido imaginar el cielo y el infierno. Más allá de ese planteamiento general, la ruptura, porque lo cierto es que la novela no llega hasta la pantalla, los ecos de la novela que se había publicado en España en 1996 no llegan, y todo el peso va a tener que reposar sobre los hombros de Scudder, y sobre Liam Neeson, que presta una muy aceptable figura y una voz cavernosa de quien solo mantiene una frugal relación con la existencia, envuelto en una canadiense de pana, rodeado por un Nueva York que viene de Poe: Scudder se ha ido a vivir a lo que queda del Nueva York de Poe y de Edward Hopper

Posible punto de partida para Paul Auster

Liam Neeson llena la carcasa de Scudder: una figura raída y sin embargo memorable y contundente dentro del desgaste en que le encontramos hacia 1999, empezando a flirtear con la investigación por internet pero totalmente perdido con las nuevas tecnologías que habían irrumpido en ese momento. Su placer es caminar y Scudder, caminando por las calles de Nueva York, trae de alguna manera consigo el aura de Poe y emparenta con la trilogía neyorkina de Paul Auster (de cuyo protagonista es tal vez fuente). Las carencias tecnológicas de Scudder las llena TJ: un personaje desperdiciado en la película y muy bien aprovechado en la novela (Scudder no hubiera ido a ningún lado sin los conocimientos de TJ como hacker, un hacker errático de las calles y con enormes conocimientos informáticos adquiridos furtivamente, como se adquirían en esa época, son los poderes de TJ como hacker los que permiten descodificar las llamadas que permiten localizar a los asesinos). El cuidado y el esmero de Frank en vestir a Scudder con la chaqueta de pana adecuada no se traduce sin embargo en el esmero por seguir adecuadamente la línea argumental de la novela: con sus libertades muy apartadas del original, Oliver Stone había resultado en este sentido más fiel que Scott Frank, empeñado en la eliminación aproximativa (y errada) de los elementos narrativos esenciales, hasta dejar la línea argumental en una latitud que apenas supera el marco de un disciplinado (y olvidable) telefilm. Scudder no es policía y la chapa que exhibe es de pega, no escupe, no dice tacos, no está interesado en política, visita, frecuenta y corteja a una prostituta (Elaine) con la que en la novela hace una vida más o menos estable. Añade así un toque nuevo, añade un toque existencial que le emparenta con los clásicos, con Marlowe y Spade, investiga desde los márgenes absolutos, en cuadros y escenarios que Edward Hopper podría venir a buscar y plasmar después del paso de Scudder por el lugar. Pero todo eso solo por sí solo no puede salvar una película.

¿Qué pasó con la venganza?


La deuda con Scudder era presentarle como misterio, y Scott Frank la salda. Liam Neeson sale con una voz ronca, rasposa y ultraterrenal de sus silencios prolongados y enigmáticos: un observador de los dramas humanos donde la gente ama y mata. Poco se explica, pero precisamente en Tombstones no se explica lo suficiente como para que los dos psicópatas que presenta la historia resulten mínimamente creíbles en sus razones para matar, con un grado de gore sadístico que solo parece estar ahí para impresionar, un CV insatisfactorio como asesinos psicopáticos, su furgoneta no recorre ominosamente las calles de Queens, traicionando así uno de los méritos esenciales de la novela. Durante una hora y media presenciamos cómo Scudder llega hasta ellos por una combinación de casualidades tejidas torpemente, más que por giros memorables (el suicido del guardián del cementerio). Y lo que presenta Scudder en su encuentro final con el asesino es un valor que procede de una indiferencia fundamental hacia la vida (la misma que le permita empuñar un móvil para dirigirse a los secuestradores y gobernar el curso de los acontecimientos). Los asesinos son fundamentalmente patológicos para que haga falta tener huevos a la hora de confrontarlos, y para que Scudder demuestre que los tiene. No es un piropo; sobre la pantalla se convierte en cine de mentira. La tercera traición fundamental de la película se produce en el plano de la venganza, el cliente no consuma una venganza que en la novela se demora, pero tiene cumplida plasmación. Si uno ha leído el libro, la película agua por completo el placer de la venganza. Y la venganza es un plato que hay que consumar en frío.

Más una investigación sobre Scudder que una investigación de Scudder


La película se presenta así como una investigación sobre Scudder más que como una investigación de Scudder, y el saldo final se resiente del hecho de que Scudder confronta imágenes vacías, que impiden llegar a una idea sobre el propio Scudder. Su vida privada está gobernada por un hecho que se presenta insertado en el curso del relato: y llega a trastornarlo para quien no conoce que Scudder ha matado fortuitamente a Estrellita Rivero, muchos años antes. La película presenta la muerte de la niña, sin que Scott Frank haya parecido percatarse de que en la película este metraje puede distorsionar, y distorsiona, la comprensión de la historia. Después de dos adaptaciones, quedaría un tercer intento ahora: por un lado, Scott Frank ha situado a Scudder en su lugar y su entorno neoyorkino pero ha fracasado en el guión, Stone se esforzó más en jugar con el carácter laberíntico de la mente de Block. Un tercer intento consistiría en yuxtaponer la escenografía de Frank con la escritura de Stone. El universo de Scudder sigue abiertoEn cualquier vida podría ocurrir algo similar a lo que le ocurre a Scudder: haber matado a una niña es algo que opera una ruptura con la realidad e instaura una realidad fuera de molde, una especie de extraña esfera angélica similar de algún modo a la que hospedó a Poe. En la esfera angélica de Scudder, se vive a deshoras, se está en lugares donde no se suele estar, se tiene la impresión de haber llegado con una hora de antelación al comienzo de la película, se está en cocinas viendo los programas de televisión de las once de la mañana, se cena en reservados de bares baratos a las cinco de la tarde, se bebe el primer whisky a las ocho. Pero en Caminando entre las tumbas, Scudder ya no bebe. Esto es importante. Los años le han cambiado.En la última imagen, el alba se abre paso sobre Nueva York y la ciudad crece, prospera, sobre la imagen del flat de Scudder. Hay algo ominoso en la visión de las dos Torres Gemelas a las que les quedaban dos años, una invitación pictórica a Hopper que comparece con una fuerza singular, para dejar en el aire una extraña inquietud.Ramón García